Crisis mundial de alimentos

Resumen electrónico de EIR, Vol.XXV, núm. 6
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Mi viejo encuentro con Leibniz:

Sobre la Monadología

por Lyndon H. LaRouche

22 de enero de 2008.

A mis ochenta y cinco años, conservo un sentido felizmente vibrante de los que, con probabilidad, sean ahora los años productivos que me restan. Sin embargo, no me atrevo a abandonar la prudencia de expresar ahora lo que será importante que haya dicho mientras tuviera la oportunidad de hacerlo. Por eso me siento obligado a identificar, de entre las raíces más hondas de esos conceptos valiosísimos que ahora se necesitan con urgencia para que el principal estrato intelectual de representantes de las generaciones actuales de adolescentes y adultos jóvenes los usen, algunas de las de mayor importancia. El origen de las más dominantes, fundamentales y memorables de esas muy hondas raíces de mi enfoque al presente bien informado, ha de ubicarse en mi reacción a un estudio, de mi adolescencia, sobre el concepto de Godofredo Leibniz de la Monadología.

Ése es, en esencia, el asunto que aquí me ocupa.

Así, hay ciertas ideas específicas que, cual poemas,[1] quiero que sean un legado disponible, en particular, para mi esposa Helga, con quien comparto algo especial, de gran valor a este respecto; pero estas cuestiones, tales como mi descubrimiento de adolescente del significado de la Monadología de Leibniz, han de compartirlas de manera excepcional todos aquellos de mis colaboradores en general que se hayan dedicado al fomento constante de esa misma clase de beneficio para toda la humanidad, presente y futura.

El texto de la Monadología está, por supuesto, disponible para quienes busquen su chispa de genialidad; pero la forma en que llegué a vivirla y a explorar sus implicaciones, siempre de modo más profundo, a lo largo de las décadas desde mi adolescencia, es una experiencia que rara vez se encuentra entre los vivos en cuya visión del mundo han imperado las ruinas culturales que dejó la actual civilización europea posterior a 1968; tal seguirá siendo la condición general, hasta que más de nosotros hagamos lo que yo: esforzarnos por comunicarles a otros, en particular a la generación adulta joven de dirigentes que emerge ahora, un sentido de esa cualidad específica de la chispa prometeica con la que hombres y mujeres podrían liberarse de las cadenas de la sofistería.

Cómo conocí a Riemann

Mi primer encuentro significativo y perdurable con la obra de Godofredo Leibniz afloró en el marco de mi virtual “guerra de guerrillas” de mi adolescencia contra la secta de la geometría euclidiana. Dicho afloramiento sobrevino cuando tenía entre catorce y quince años de edad. La Monadología de Leibniz, aunque la había leído traducida al inglés, fue la primera obra a la que le tomé un cariño serio y permanente a este respecto, como si se lo tomara a algo que, como empecé a reconocer entonces, abarcaba la totalidad de mi ser.

Tal fue el tema que ocupó la mayoría de las páginas con mis garabatos vertidos en aquellos cuadernos que llené durante los recesos secundarianos en esos años. La Monadología, con su modo específico de argumentación, me cautivó porque atañía a mi ya fundado rechazo de lo que pasaba por enseñanza de la geometría plana euclidiana, al igual que de la tridimensional más tarde e, incluso después, de la llamada geometría cartesiana (“analítica”), y, luego, de la versión pervertida de Agustín Cauchy del cálculo diferencial. Tal como ya lo he dado a conocer en fragmentos de informes sobre este tema, diseminados en diversas conferencias y escritos impresos en el transcurso de los últimos cuarenta años, en particular, mi rechazo de Euclides durante mi primer encuentro académico con ese dogma reflejaba conclusiones a las que llegué al estudiar construcciones que había observado antes en el astillero Charlestown de Boston. En ese astillero, me impresionó la forma en que se fabricaban las viguetas estructurales para aumentar la proporción entre el peso de los elementos de soporte y el peso total de las estructuras a soportar; a soportar por la forma que decidió dársele a las viguetas de apoyo y a toda su estructura.[2]


Godofredo Leibniz derivó el cálculo como una expresión de la acción física en el universo: la curvatura infinitesimal del espacio–tiempo físico en cualquier instante. La gráfica muestra algo de su trabajo sobre la función catenaria (curva FAL, que es la que forma una cadena suspendida), el cual fue clave para su desarrollo del cálculo. (Foto: Biblioteca del Congreso de EU).
 

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Guiado por mi recuerdo de esa importante experiencia que había disfrutado en el astillero, me fui del aula tras la primera hora que pasé en esa clase de geometría el primer día, bien convencido de que el método reduccionista empleado al adoptar los llamados axiomas, definiciones y postulados a priori de Euclides era, en esencia (por ejemplo, axiomáticamente), errado. Esta convicción creció hasta convertirse en mi reconocimiento de años posteriores, de que el origen del fraude de Euclides había de ubicarse en la influencia que ejerció el sofista Aristóteles sobre él, su seguidor de marras.

La antedicha experiencia fue la que motivó mi rechazo prácticamente alérgico de la enseñanza de la geometría analítica en mis vivencias secundarianas y universitarias subsiguientes, y, después, la renuencia de mi mente a tolerar los supuestos axiomáticos reduccionistas que se (me) enseñaban como cálculo diferencial a nivel universitario. Estas pruebas incitaron esa misma reacción al parecer alérgica contra un cálculo diferencial congruente con los dogmas de Pierre Simon de Laplace y Cauchy. Mi experiencia más feliz, cuando la guerra, con ciertos aspectos de un curso que se daba como cálculo integral a fines de 1942 en la universidad, me proporcionó entonces, aunque desafortunadamente por breve tiempo, pues pronto se vio interrumpida, una afirmación potente de la perspectiva que había adoptado unos años antes. Esto me hizo reconocer lo necesario que era un cálculo de verdad leibniziano, que se fundara de manera específica en un rechazo eficaz y bien consciente del modelo aristotélico sofista y axiomáticamente reduccionista de Euclides.

Esta misma experiencia acumulada del período de 1936–1942 provocó lo que más tarde probó ser mi reacción de la posguerra, de 1946–47, a los escritos sobre temas tales como esas ideas reduccionistas detestables de criminales como Aristóteles y Euclides en cuanto a la cuestión categórica de la vida. Ya entonces veía claro que la vida necesariamente era un modo ontológicamente específico de existencia, como en la atracción efímera que sentí por la obra de Pierre Le Comte du Noüy, y en mi reacción subsiguiente de 1948 contra la corrupción reduccionista[3] radical que expresaba la farsa sectaria de la “teoría de la información” del profesor Norbert Wiener. De ahí, para 1953, las reflexiones sobre la necedad fundamental de la “teoría de la información” me llevaron a adoptar la óptica de la disertación de habilitación de Bernhard Riemann de 1854, una obra cuyas primeras dos páginas bastaron, ya entonces, como en la preparación de este escrito hoy, para conmover y emocionar mi alma, por razones que deben reconocerse como obvias.[4]


La delicada estructura reticulada de la torre Eiffel ilustra el descubrimiento que LaRouche hizo de joven en el astillero Charlestown de Boston: que la geometría euclidiana no se aplica al universo físico. En los 1980 se reconstruyó la torre para aligerar algunas de las partes superiores de su estructura. (Foto: Sami Huhtala).

Esa vivencia infundió mi posterior amor creciente por la obra de los que algunos académicos formalistas no pocas veces habían catalogado con el título, a menudo académicamente muy engañoso,[5] de filósofos griegos “presocráticos”. Con el tiempo, esto devino en mi amor por perfeccionar esos cimientos de lo que habría de emerger en la historia como la ciencia moderna válida de Nicolás de Cusa, Johannes Kepler, Pierre de Fermat, Leibniz, Riemann, Vladimir Vernadsky y, en sus postrimerías, Albert Einstein. Este amor también es, de hecho, lo que identifica la continuidad de la perspectiva prearistotélica (¡y no “presocrática!”) de Platón y demás, en oposición a sofistas como Aristóteles y sus partidarios más notables en la historia de la enseñanza de la ciencia, tales como los sofistas antiguos Euclides y Claudio Ptolomeo, y sus seguidores modernos, los liberales occamitas de Paolo Sarpi.

De ahí que el enfoque que adopté también ha de considerarse como esa perspectiva platónica antiaristotélica de la que llegué a participar, del modo que, para mí, también expresan esto del modo más patente y sistémico apóstoles cristianos destacados como Juan y Pablo, así como el ataque que su contemporáneo y colaborador del apóstol Pedro, el rabino Filón (el Judío) de Alejandría, lanzó contra Aristóteles.

Así, para mí, como en el pasado cuando a menudo pasaba las horas de estudio sentado, en ocasiones en la biblioteca del segundo piso de la Secundaria English de Lynn, Massachusetts, el que los descubrimientos recién adquiridos entraran en mi mente una vez más, y otra, al releer de nueva cuenta una traducción al inglés de la Monadología de Leibniz, fue una experiencia poderosa; en suma, esas consideraciones fueron como experimentar los golpes sucesivos de moverse por una cárcel como de cristal, una prisión virtual de la mente manifiesta en lo que entonces pasaba por las ilusiones de la “opinión popular” contemporánea, lo cual liberó mi mente para explorar el universo real fuera de la trampa del adoctrinamiento convencional.

El tema de la Astrofísica

Décadas después, en los 1970 y principios de los 1980, como un producto de mi viejo rechazo de Euclides, concluí que la mente humana no pudo haber experimentado por primera vez la idea de “universal” de ningún otro modo que no fuera el que se generó en las culturas marítimas antiguas, por medio de desafíos tales como la navegación transocéanica realizada por muchas generaciones sucesivas en el transcurso de períodos relativamente largos. Esta conclusión no sólo fue válida, sino que tuvo una importancia epistemológica decisiva en mi obra entera, incluso en su función subyacente para definir mi progreso en el establecimiento de una forma original corregida de la ciencia de la economía física.

Para mí, el rasgo esencial de esas pruebas, a partir de esas culturas marítimas en evolución que, como hemos llegado a reconocer, se desarrollaron en un lapso de muchas generaciones de experiencia en la navegación, era que había algo que cambiaba a un nivel superior, un proceso de cambio que, incluso ahora, apenas ha empezado a rendir su verdadero fruto hoy.

Es cosa de un proceso de cambio que cobra formas que no pueden explicarse como meras repeticiones perpetuas.

De modo que el universo entero se abrió a mi imaginación, así, como si fuera, para mí, una forma universal antientrópica explícita de movimiento subyacente de progreso cualitativo.[6] Vi que, en el transcurso de períodos largos, en especial para las culturas marítimas que se habían enfrascado en esta tarea de la astronavegación por muchas generaciones sucesivas de cambios que, continuados desde mucho, mucho antes de mis tiempos, se ordenaban de un modo congruente con la mentalidad típica de sus dirigentes, tenía la obligación, a este respecto, de virar el enfoque básico a una perspectiva científica alejada de una noción de la mera observación, del modo que Johannes Kepler efectuó tales descubrimientos dejando la repetición de fórmulas por los cambios cualitativos progresivos en lo que ha de reconocerse como algo que sólo se repite de manera aproximada; pero no en tanto simple repetición, sino como cambios en los rasgos característicos de los que de otro modo pudieron considerarse, por error, de manera cruda, procesos en apariencia repetitivos.


Este bosquejo de un corte transversal del domo de Brunelleschi de la catedral de Florencia (Santa María del Fiore) revela la estructura nervada que esconden sus paredes. El domo se construyó de conformidad con el principio físico de la catenaria, lo cual posibilitó lo que antes parecía la construcción imposible de esta enorme estructura.

El cardenal Nicolás de Cusa fue el fundador de una forma sistemática de ciencia moderna. Su torquétum era un instrumento para realizar observaciones astronómicas. (Foto: Cusanus Gesellschaft).

Para este efecto, mi enfoque lo guiaba y, en última instancia, lo ha definido un sentido recurrente de que el conocimiento que posee el hombre del universo en el que vivimos tiene el carácter de un gran experimento científico, un experimento que toma como premisa prudente la demostración que aporta la economía física. Dicho principio que acabamos de formular, de formular con claridad, es que la validez de nuestro conocimiento determinable de la naturaleza de nuestro universo está condicionada por la demostración del grado de poder volitivo que tiene el hombre para transformarlo. Por eso escribo en el sentido del principio de Prometeo que defendía Esquilo: nuestro conocimiento del universo que habitamos lo condiciona nuestra capacidad de aumentar el poder volitivo del hombre para existir en él. De ahí que nuestro conocimiento de la naturaleza del universo esté condicionado por las pruebas que se ubican en el poder de la mente humana, mediante el descubrimiento de los principios físicos verdaderos de progreso económico físico neto voluntario de toda la especie humana en dicho universo. Ésta es la prueba esencial única necesaria de todo descubrimiento y aplicación válidos de cualquier principio científico.

Considera entonces la importancia funcional física de los pitagóricos antiguos, quienes siguieron a Tales en la adopción del concepto pitagórico de la esférica para lo que debemos reconocer ahora como esas características de la ciencia europea moderna arraigada específicamente en esos acontecimientos de la antigüedad. Esto ha reflejado una larga prehistoria del desarrollo evolutivo de culturas marítimas, tales como aquellas cuyo carácter está grabado en la historia y el territorio del Egipto de la Gran Pirámide, un viejo legado del que ha surgido una cultura para convertirse en la dominante en cuanto a poderío cultural y físico, per cápita y por kilómetro cuadrado, en esa región, y formar así, con ayuda de esa síntesis cultural, el germen del principio que engendró una creación conocida, con justicia, como civilización europea.


El veneciano Paolo Sarpi (1522–1623) fue quien organizó la secta del empirismo axiomático en la ciencia moderna. Su influencia aún es extendida, conforme los científicos consiguen resultados importantes en el laboratorio, que a menudo se reducen a la impotencia por “la mera presencia de un pizarrón sometido a la revisión de expertos”.

De modo que todas las partes culturalmente definidas de la especie humana entera demuestran poseer la aptitud interna inherente para que la humanidad aumente su densidad relativa potencial de población, y lo hacen del modo que mejor se proyecta desde la perspectiva pitagórica antigua de la esférica y de Platón. Esta aptitud manifiesta distingue absolutamente a la especie humana de todas las demás, una distinción única de la mente humana individual, como la define una cualidad inmortal patente de la vida mental humana saludable que rebasa la mera existencia biológica, un modo de vida ausente entre las poblaciones animales.[7] Este hecho es aparente con más facilidad para las formas bien desarrolladas de culturas marítimas océanicas progresistas, a diferencia de las más estrictamente atadas a tierra; se distingue del modo más sencillo por ese avance de la ciencia física que, de suyo, por su carácter, encarna una naturaleza que puede atribuírsele a su origen de principio en muchos milenios de culturas marítimas. Este enfoque nos proporciona el entendimiento relativamente más completo sobre esta distinción decisiva entre el hombre y la bestia.[8]

Considera, como ilustración, la esencia del desarrollo real del cálculo infinitesimal moderno, desde que se emprendió con esa iniciativa específica de Nicolás de Cusa que referí antes, pasando por Leonardo da Vinci, Fermat, Leibniz, etc. Considéralo en oposición a la versión fraudulenta del cálculo, la de empiristas tales como Leonard Euler, Joseph Lagrange, Laplace y Cauchy. Reconoce la misma influencia patológica sistémica de estos empiristas como manifiesta también en el caso relacionado de esa doctrina fraudulenta de la llamada “termodinámica” que plantean, aun hoy, no sólo los sesentiocheros que no saben nada de ciencia y siguen la senda de embaucadores tales como el ex vicepresidente estadounidense Albert Gore, sino entre los llamados “reduccionistas” relativamente más respetables de la actualidad, tales como Rudolf Clausius, Hermann Grassmann y, después, los peores seguidores del místico Ernst Mach, el inmoral Bertrand Russell, etc.

Hoy, al reflexionar sobre mi experiencia de cerca de siete décadas, el quid de la Monadología de Leibniz debe presentarse como sigue.

1. La mente humana

Como Percy Bysshe Shelley nos ha recordado de manera implícita, por ejemplo, en su Prometeo liberado, ese redescubrimiento moderno del viejo principio de la ciencia física competente, a veces llamado “fuego”, que en realidad se emprendió durante el Renacimiento del siglo 15 con la ciencia moderna que inauguró más que nada el cardenal Nicolás de Cusa,[9] este avance ininterrumpido de la ciencia moderna le debe mucho a la influencia reconocida del fragmento que sobrevive de la trilogía de Prometeo —a la cual se refirió Shelley—, el Prometeo encadenado. El descubrimiento de Cusa de la incompetencia física de la cuadratura del círculo de Arquímedes ha demostrado ser la piedra angular de toda definición competente de ciencia física moderna. Por eso, lo que Cusa descubrió y la propagación del “conocimiento del fuego” por parte del hombre, que es por lo que fue torturado el Prometeo del drama de Esquilo, son uno y el mismo concepto.[10]

Así, ese concepto es el único fundamento competente para sentar una norma científica general. Ese redescubrimiento de Cusa es la clave de toda la ciencia moderna competente, el principio que se extiende desde el colaborador de Luca Pacioli, Leonardo da Vinci, pasando por Kepler, Fermat, Leibniz y Riemann, hasta la obra de seguidores declarados de este último tales como el académico Vernadsky y Albert Einstein. Ese concepto, que en la ciencia moderna se remonta a Nicolás de Cusa, es lo que se manifiesta y ha de reconocerse como el principio esencial de la Monadología de Leibniz. Esto expresa el secreto verdadero y único de la mente humana.

Ese principio central de toda la ciencia física competente se resume como sigue:

En el arco entero de una interpretación competente, la fundación de la ciencia física moderna en tanto tal y el origen inmediato del concepto central de la Monadología de Leibniz están arraigados en el reconocimiento de Nicolás de Cusa de un error axiomático clave en la cuadratura del círculo (y de la parábola) de Arquímedes. De hecho, esto representó el descubrimiento de Cusa del principio ontológico que Leibniz después presentaría como el tema de su Monadología y, por ende, también como el principio medular de una matemática antieuclidiana competente de lo ontológicamente infinitesimal.

Yo por lo menos aprendí este principio de mi forcejeo de adolescente con la Monadología, desde la perspectiva de mi rechazo categórico de los supuestos a priori de Euclides. Llegué a conocer esto como un principio general del método científico de un modo mucho más amplio y profundo, a partir de la experiencia decisiva de mi adopción del punto de vista de Riemann. A mediados y fines de los 1970 logré remontar este concepto moderno que expresa la obra de Leibniz a sus orígenes más hondos en Cusa, a través del estudio que hizo mi esposa Helga de su trabajo, con la ayuda decisiva que le brindó la guía del padre Rudolf Haubst y su labor al frente de la Cusanus Gesellschaft. Este acento en la obra de Cusa no expresa exageración alguna; de hecho, no sólo fue el fundador de una forma sistemática de ciencia física moderna, sino la personalidad actual que introdujo éste como el gran principio singular del que han dependido, de manera explícita o implícita, todos los avances válidos en la ciencia moderna desde entonces.

Permítaseme reformular el asunto para darle el acento necesario, de la siguiente manera: este descubrimiento, como lo realizaron Cusa y Leibniz, entre otros, expresa el principio ontológico central subyacente de cualquier matemática competente de la ciencia física. Por ello, toda tendencia competente de la ciencia física moderna y actividades relacionadas está sujeta a este aspecto de la obra de Cusa, como la forma actual de una ciencia física universal articulada que ahora depende por completo del descubrimiento señero que Kepler aportó para provecho de sus sucesores.

Así, la ciencia verdadera no es la mera observación y descripción de nuestra experiencia de la naturaleza; propiamente entendida, también es un principio medular subyacente de las facultades cognoscitivas que distinguen el potencial científico y artístico creativo de la mente humana, de lo que podría describirse, a grandes rasgos, como la “vida mental” de las bestias. La manifestación crucial de esto es lo que distingue a un alma de verdad humana, de la suerte de mera opinión que se encuentra entre las bestias que quizás hayamos adoptado como mascotas. De este modo, como mostraré en esta reflexión sobre mi propia experiencia, Leibniz no exageró al concederle la importancia que le dio a la función del concepto de la Monadología, ni al atacar la ineptitud del método de la sofistería que empleaban Descartes y seguidores suyos tales como los llamados newtonianos.[11]

Las raíces antiguas de la ciencia moderna

No obstante, ese susodicho descubrimiento de Cusa no fue exclusivo de su época. Fue el mismo principio subyacente implícito en la obra de los pitagóricos (la esférica) y, más allá de esto, en el fomento previo de la función de la navegación astronómica en las formas relativamente exitosas de esas culturas de “los pueblos del mar”, que habían manifestado la cultura humana naciente más avanzada en una región mediterránea que salía del gran deshielo glacial de unos 21.000 años atrás, más o menos.

De modo que, a pesar de que hubo cierto avance antes de ese Renacimiento europeo de mediados del siglo 15, todo el progreso moderno en la ciencia ha dependido de esos aspectos suyos, y de sus parientes culturales, presentes antes de la muerte de Eratóstenes y Arquímedes, y antes de ese funesto período oscurecido de la historia europea bajo los Imperios Romano y Bizantino, y la perversidad de una sociedad medieval brutalmente corrompida por la asociación entre la usura veneciana y la caballería normanda. Tal es la conclusión necesaria a sacar de las pruebas internas de la ciencia física, vista desde la perspectiva de Cusa y sus seguidores de marras. Esto es lo que Cusa fue el primero en presentar, como en el caso ejemplar de su De docta ignorantia. La obra de Cusa resucitó lo que fue, en el transcurso de lo que han de haber parecido cerca de dos milenios,[12] el impulso casi sofocado del progreso científico. De este modo, su intervención consistió en resucitar el legado, por mucho tiempo extraviado, de los pitagóricos y Platón.

De manera notable, la idea misma de “universal” depende, en lo ontológico, de ver el progreso de la vida humana sobre la Tierra como una extensión del descubrimiento de lo que es, en términos científicos, el conocimiento experimentalmente válido del universo astral, y no al revés. Del mismo modo, la historia de la evolución de la civilización que nació en la región del Mediterráneo, fluye río arriba desde el océano y los mares, y no río abajo.[13]


La suma sacerdotisa del liberalismo angloholandés Lynne Cheney, ama y señora del Vicepresidente de EU, dirige una operación estilo Gestapo en las universidades para acallar la oposición a las directrices del Gobierno de Bush y Cheney. (Foto: David Bohrer/Casa Blanca).

Al universo de cero crecimiento del sesentiochero Al Gore —a diferencia del universo antientrópico real— sólo se le acaba la cuerda, y necesita que periódicamente se le dé más. Gore participa en el Foro Económico Mundial el 24 de enero de 2008. (Foto: Remy Steinegger/swissimage. ch).

Desde ese surgimiento de las formas más o menos bien conocidas de la civilización a partir de la alianza que se formó entre Egipto (por ejemplo, Cirenaica), los jonios y los etruscos, contra la potencia marítima depredadora de Tiro, todo el progreso neto de la civilización europea (también desde sucesos que ocurrieron antes de esa época, en particular) ha sido reflejo de una forma de pensar natural y distintivamente humana acerca de los principios científicos y artísticos clásicos relacionados del descubrimiento y su aplicación, para los que los logros de los así llamados pitagóricos representan un hito típico.

Los largos períodos de estancamiento, e incluso los retrocesos en la cultura, se han debido, en lo principal, ya sea a condiciones naturales desfavorables en alguna o gran parte de la biosfera, o a una degeneración cultural. Entre los casos de esta última se encuentran, típicamente, los períodos de decadencia relativa bajo la práctica difundida de la esclavitud o la servidumbre, o con modalidades de degeneración tales como las de la propagación de una nueva forma de sofistería en Europa y las Américas después de 1945, del modo que ha cundido, en particular, desde el surgimiento de la virtual tendencia hacia una “nueva Era de Tinieblas” inherente a la influencia de los denominados “sesentiocheros” en las Américas y Europa.

La importancia de Leibniz

El descubridor de la ciencia moderna, tras una larga edad oscura antes de su nacimiento en 1401 d.C., fue, como hice hincapié de nuevo arriba, el Nicolás de Cusa que fue seguido en la ciencia, de manera más notable y como Kepler puso de relieve, por el protegido de Luca Pacioli, Leonardo da Vinci. Pero quien hizo realidad una ciencia aplicada de verdad universal como la que Cusa pretendía, fue el Kepler que, como aclararé esto en en las últimas páginas de este informe, le dio por primera vez a la ciencia moderna un concepto científico viable del universo astrofísico. Después de Kepler y Fermat, la figura central más importante e indispensable de toda la ciencia moderna, hasta la obra de tales de entre sus propios sucesores como Gauss, Dirichlet y Riemann, fue Godofredo Leibniz.

Kepler, cuyo descubrimiento único original del significado físico de universal lo distinguió absolutamente como científico, en oposición al fraude de Claudio Ptolomeo, y a la incapacidad de Copérnico y Tico Brahe para descubrir el principio medular de marras de la astrofísica, fue quien hizo posible toda la ciencia competente que se ha realizado tras su propio trabajo.

Es verdad que hay muchos físicos calificados en funciones que no sólo fueron (y siguen siendo) competentes, aun a su propia manera relativamente limitada, y cuyas contribuciones han sido indispensables para que haya cierto progreso, incluso cierto progreso decisivo, a pesar de la insistencia de muchos de ellos en reconciliar su enfoque con alguna forma de defensa del timador Issac Newton. En algunas ocasiones me han relacionado con varios de los más y los menos notables de entre mis propios contemporáneos, la mayoría de ellos hoy finados.

Sin embargo, la influencia de la forma europea moderna de la sofistería, la influencia sistémica de un liberalismo, tal como el de los seguidores empiristas de Galileo Galilei y Descartes, un empirismo que inició Paolo Sarpi, por desgracia ha organizado a la secta empirista actual entre las filas de la ciencia, el reemplazo de los métodos experimentales científicos por un culto, “estilo religión revelada”, al empirismo meramente axiomático, un culto derivado, cual calco, de influencias antiguas tales como las de Euclides y Claudio Ptolomeo, pero con un empaque propio. La influencia de la corrupción que representó esta secta del liberalismo moderno ha creado la situación irónica en la que a los científicos que consiguen resultados cruciales en el laboratorio, con frecuencia se les reduce a la impotencia, incluso con la mera presencia de un pizarrón sometido a la revisión de expertos, o con un ritual afín de lo que la ciencia actual ha adoptado del sumo sacerdocio babilónico.[14]

Cuando escribo liberalismo aquí, me refiero al dogma imperante en la cultura europea francamente decadente de hoy al que Paolo Sarpi y su cuasimafioso experto en apuestas, Galileo, le asignaron como premisa el argumento que revivieron del irracionalista medieval Guillermo de Occam. Sarpi y Galileo confinaron a los científicos (y a otros) al privilegio de descubrir el conocimiento sólo “práctico” de las normas de corte científico, y, como hicieron los empiristas, a reducir y degradar ese conocimiento experimental a meras fórmulas matemáticas de un género congruente con los métodos digitales. Al igual que el Zeus olímpico del Prometeo encadenado de Esquilo, el dogma empirista le prohíbe al científico moderno (o a otros) impartir el conocimiento del principio del “fuego” en tanto saber práctico de la sociedad en general.[15] Por eso, el desvanecimiento de la influencia de la generación que hizo posible el alunizaje de Estados Unidos de América produjo una generación, como la de los secuaces del patiño cabezón del Príncipe de Gales, el ex vicepresidente estadounidense Al Gore, cuyo odio o aversión por los principios científicos ha baldado por completo tanto la ciencia como la economía, desde que el ascenso de la influencia actual de los “sesentiocheros”[16] reemplazó la competencia relativa de las generaciones previas.

El liberalismo angloholandés, la única variedad de creencia religiosa a la que el sofista de la civilización europea moderna le es de verdad fiel, dentro o fuera de recintos de veneración religiosa, lo cultivan esos académicos y sumos sacerdotes relacionados[17] cuyos altares de sacrificio mental humano tradicionalmente han representado la teología reduccionista de pizarrón y el abracadabra de las publicaciones de los expertos. El legado aristotélico del galimatías digital de la geometría euclidiana es lo que ha sustituido a la ciencia física, de nuevo, como se hizo en el caso de la ejemplar sofistería neoaristotélica imperial romana deliberadamente fraudulenta de Claudio Ptolomeo.

En el transcurso del siglo 17 en Europa, el manto de los estafadores Galileo, sir Francis Bacon y Tomás Hobbes pasó a figuras tales como Robert Hooke y el absolutamente perverso organizador inglés del tráfico de esclavos africanos John Locke, y a René Descartes.

Fue contra ese telón de fondo hostil a la ciencia, de las supersticiones liberales, que Leibniz realizó dos proezas de principio notables en su defensa del principio fundamental de una ciencia moderna competente. La primera de ellas fue su descubrimiento único original del cálculo infinitesimal kepleriano, el único competente, en contra del dogma arbitrario de Abraham de Moivre, Jean Le Rond d’Alembert, Euler, Lagrange, Laplace, Cauchy, etc.; la segunda, su restauración del principio pitagórico–platónico de dúnamis con el nombre moderno de dinámica. Estos dos descubrimientos de Leibniz, que llevaron al del principio físico universal intrínsecamente alineal (por ejemplo, no digital) de la acción mínima, tienen la importancia fundamental aun más profunda de que reestablecen esa noción de universal incorporada a la obra de los pitagóricos y Platón, el universo que reflejaba la labor de las culturas marítimas antiguas de las que se derivó la ciencia pitagórica de la esférica y el universo de la astrofísica como lo definió Kepler.[18]

 

(arriba, izquierda) Johannes Kepler (1571–1630) le dio a la ciencia moderna su primer concepto científico práctico del universo astronómico. Las ilustraciones son del proyecto “Sótano” del Movimiento de Juventudes Larouchistas (LYM) sobre La armonía del mundo de Kepler; el LYM explica esta obra monumental mediante gráficas animadas y ejemplos musicales (www.wlym.com/
~animations
).

(arriba, derecha) El dibujo es del frontispicio de Kepler de sus Tablas rudolfinas de 1627. Muestra a Copérnico y Tico Brahe al centro, y a Hiparco y Ptolomeo observando. En la base, el panel de la izquierda muestra al propio Kepler trabajando a la luz de una vela. (Ver ampliación).

Las escalas musicales (abajo) son de La armonía del mundo de Kepler, y muestran las “tonalidades” de las órbitas armónicas de los planetas (que pueden escucharse en el sitio electrónico). La de arriba es la escala mayor, y la de abajo, la menor. (Ilustraciones: wlym.com).

Así que, para una ciencia competente hoy, el término “infinitesimal” no tiene ningún significado científico que no sea el que definieron, tanto Kepler para la órbita de la Tierra, la cual no puede establecerse con los métodos de la cuadratura que empleó Arquímedes, como Leibniz, del modo que también usa el mismo concepto para precisar el significado ontológico, más que cartesiano, de dicho término. Esta última alternativa es la que ha de definirse en estas páginas.

A lo que debemos referirnos por ciencia, es al conocimiento que tiene una premisa experimental y se deriva del concepto del universo, del modo que los descubrimientos de Kepler en la astrofísica determinaron por vez primera el único significado físico moderno válido del término universo en sí. Kepler lo definió como un principio, y su importancia a este respecto específico es absolutamente decisiva para cualquier enfoque competente en una reevaluación con urgencia necesaria de los supuestos que imperan en la ciencia moderna hoy día.

2. El universo de Riemann


Bernhard Riemann.

El significado del uso que hace Leibniz de la noción de dinámica no puede aclararse del todo, sino hasta que partimos de la comprensión de las implicaciones de la propia disertación de habilitación de Riemann de 1854.[19] Tal como lo pone de relieve en los primeros párrafos de esa disertación, no fue sino hasta que él mismo fundó una geometría física antieuclidiana moderna, que la ciencia contemporánea emprendió un ataque tan explícitamente directo y sistémicamente eficaz contra la tradición fraudulenta, de relativa amplitud, de la geometría euclidiana.[20]

Hoy, a partir del trabajo de Vernadsky y Einstein, las revoluciones que ese par realizó en la ciencia física han sentado las implicaciones prácticas de los logros transformadores de Riemann a un grado tal, que sería infantil no ver los frutos del genio de éste a la luz del trabajo de esos dos magníficos sucesores, como lo hago yo de nuevo aquí.[21]

Es necesario hacer algunas observaciones introductorias, como las que siguen inmediatamente aquí, antes de sumergirnos directo en las implicaciones de la labor combinada de Vernadsky y Einstein.

El surgimiento de la física atómica y nuclear moderna a partir del trabajo de grandes pioneros tales como Max Planck, ha obligado a los pensadores serios a considerar una clase de prueba recién presentada respecto a la naturaleza y alcance de la realidad, a la que han acostumbrado a la opinión académica contemporánea y otra comparable a tratar como el fundamento experimental del progreso en la ciencia física. A este respecto, el ataque fraudulento y salvaje de los partidarios tanto del burdo místico Ernst Mach como del criminal implícito Bertrand Russell contra Planck en la Alemania y la Austria de 1914–1917, ha tendido a oscurecer las implicaciones ontológicas más hondas de su descubrimiento. La más fundamental de las cuestiones que, de este modo, plantearon las pandillas positivistas cada vez más radicales en contra de la obra y la visión de Planck, en realidad no era nueva; fue la misma cuestión de método que ya había expuesto el estudio armónico de Kepler del sistema solar, pero cuya atención había pasado del dominio astronómico al microfísico.

En ambos casos, el asunto es la certeza sensorial.

Meses antes de que, por así decirlo, “recién nos desempaquen” al momento de nacer, ya venimos equipados con órganos sensoriales cuya función es específica de nuestra organización biológica en tanto organismos vivos. En realidad no conocemos el universo afuera de nosotros a través de una lectura literal de esas sensaciones; lo que conocemos de esas experiencias son las pruebas prácticas en el sentido de que podemos saber lo que estamos experimentando, no el propio universo de manera directa, sino más bien el efecto crudo que las acciones del mundo exterior ejercen sobre esos órganos sensoriales.

La cualidad común sobreextendida, negligente e ingenua de tergiversación de los resultados de ese ordenamiento, deviene en el objeto experimental apropiado de nuestras facultades críticas, una vez que nuestra atención pasa del espacio–tiempo local que habitamos a los fenómenos que se experimentan, como lo puso de relieve Riemann, en el estudio de los extremos relativos de lo astronómico para los marineros antiguos, lo muy grande (“el infinito”) y lo microfísico moderno (“lo infinitesimal”).[22]

Así, la opinión descuidada, ya sea entre los científicos u otros, tiende a favorecer ingenuamente el sentido de la vista, del modo que la sofistería pueril de Euclides trató esto como la realidad a priori para la geometría. Por eso, cuando tratamos de reconciliar la supuesta “certeza sensorial” euclidiana con la composición física del sistema solar en general, también encontramos fenómenos que, como recalcó Kepler, se comportan de una forma que, por otra parte, también es específica de la facultad sensorial del oído (la “armonía”). El descubrimiento de Kepler de una expresión cuantitativa para un principio general de la gravitación, se apoyó en un reconocimiento de esa relación irónica entre ambos sentidos que surge cuando tratamos de extender los hábitos de la opinión popular a la escala astronómica. Max Planck nos enfrentó con una paradoja semejante, al encarar las ilusiones de la certeza sensorial respecto a cuestiones que bordean o atañen al dominio de lo subatómico.

Por ejemplo, la idea simplona del microespacio subatómico que me enseñaron en la escuela y la universidad, y en otros lugares, consistía en exigirme que creyera en el universo de un espacio vacío al que se han arrojado las partículas subatómicas y otros bichos para que vaguen. Esa visión patética del asunto debe desentrañarse desde la perspectiva del descubrimiento de Kepler de la medición del principio de la gravitación astronómica. Ambos extremos, el de la astrofísica y el de la microfísica, han de verse como lo advirtió Riemann (ya) en su disertación de habilitación. En los dos casos, el sistema solar de Kepler y el espacio microfísico que exploró de manera implícita Max Planck, bregamos, aquí y ahora, con un problema específicamente riemanniano de las nociones de la percepción sensorial simplemente extendida.

Al nivel del microespacio subatómico, funcionamos, no con nuestros sentidos burdos como tales, sino con instrumentos que por lo general empleamos, por error, como si fueran extensiones de la percepción sensorial simple, y, por ello, debe tratárseles como víctimas de la consideración de Euclides por las pruebas groseras de la percepción sensorial ordinaria. Si volvemos nuestra atención a la tesis de Kepler sobre la organización física sistémica funcional del sistema solar, y juzgamos ambos casos como Riemann nos lo advirtió en cuanto a los extremos relativos de la escala, de inmediato se hace visible la naturaleza histérica del fraude que expresa el argumento esencial de los adversarios de Planck y Einstein para la microfísica de partículas o los sustitutos estadísticos o de tipo estadístico de dicho argumento.

La moraleja aquí es que el hecho de que las manifestaciones de las que se informa sean descripciones de fenómenos reales, no significa que el origen verdadero de los fenómenos vislumbrados se ha educido de manera correcta. El hecho de que el gato coma Corn Flakes con leche y azúcar, no lo hará humano.

La paradoja que acabo de describir compele al pensador prudente a reconocer que nuestros sentidos son meros instrumentos, del modo que los aplicamos como sustitutos de la percepción sensorial al imaginar los acontecimientos que se le atribuyen al dominio microfísico. Esto nos advierte abandonar del todo la fe acostumbrada en la certeza sensorial, para efecto tal, que separemos la idea del conocimiento eficiente, de la atribución de un significado literal a las pruebas que nos transmite nuestro aparato biológico sensoperceptual. Así, la tarea que se nos plantea consiste en distinguir la cuestión de la validez del conocer (un acto de la mente humana), del asunto cualitativamente diferente de la validez de la experiencia sensoperceptual como tal (una acción observada del aparato biológico sensorial).

Debiera ser obvio, por la superioridad cualitativa de la mente humana sobre las capacidades más sencillas de las bestias, que las formas eficientes de conocimiento humano no se ubican en esas cualidades de las facultades sensoperceptuales características de las bestias.

La cuestión de Prometeo

Esto mueve al sensato a dar un paso más adelante a este mismo respecto. En cuanto a esto, la ciencia, como la conocían los antiguos pitagóricos y Platón, o los modernos Kepler, Fermat, Leibniz y Riemann, la definen, no los métodos estadísticos, sino una distinción cualitativa ontológica entre los principios físicos universales y la mera experiencia de sucesos particulares; es la misma calidad de distinción que hizo el seguidor de Cusa, Kepler, entre el principio de tipo análogo que gobierna la órbita planetaria, y el rastreo digital del cuerpo que sigue esa trayectoria orbital. Tal es la diferencia que desenmascara el argumento de Leonhard Euler contra el infinitesimal de Lebiniz como un arrebato de rabia muy estúpida e infantil. Contrario al fraude que perpetró Euler adrede, el infinitesimal de Leibniz y Bernouilli de la acción mínima física no es una cantidad estadística (por ejemplo, digital) del espacio, sino un principio análogo que existe y actúa, de modo ontológico, en tanto expresión de un principio “infinitamente” universal de acción universal.[23]

La diferencia así expresada es la distinción entre una existencia real (un principio físico universal, tal como el de la gravitación, descubierto por Kepler), y una sombra local del efecto de esa existencia (el efecto de la acción observada de ese principio como es detectable al vislumbrarse dentro de la extensión de cualquier distancia más corta de desplazamiento escogida).

De manera que el bobo que es víctima de Euler y compañía supone, implícitamente, que la gravitación es un efecto que produce (como de modo inductivo) la acción que se mide entre dos puntos en una trayectoria en el espacio–tiempo cartesiano (por ejemplo, euclidiano), más que la que se aloja en el espacio físico universal que ha de reconocerse como la autora del fenómeno aparente de la gravitación. La necedad que acabo de identificar es característica de la visión ideológica (deductivo–inductiva) del mundo, no sólo de Aristóteles y Euclides, sino también de los partidarios del irracionalismo occamita, denominado “liberal”, de Sarpi.

Esta cuestión metodológica nos lleva directamente de regreso al Prometeo encadenado de Esquilo. En ese drama, el término “fuego” significa el conocimiento humano de los principios físicos universales eficientes, todos y cada uno englobados en la descripción de un efecto que también se llama “fuego”, entre otros términos descriptivos apropiados. Denota, como en el aforismo de Heráclito, principios universales continuos de acción universal, a diferencia de los acontecimientos discretos, del modo que el diálogo Parménides de Platón pone de relieve esta distinción. El navegante antiguo de las culturas marítimas, al voltear al firmamento, veía el reflejo del hombre que vive bajo un universo tachonado de estrellas y, así, aprendió a zurcar los océanos y los mares conforme a lo que le parecía, en su papel de gran navegante, la ley bajo la cual se disponía su destino.


La galaxia M81 (en una composición de fotos tomadas con tres telescopios). Imagina cómo “un Sol joven, más engreído, que giraba con rapidez, arrojó parte de su materia sobre un plano a su alrededor, un plano de plasma sujeto (casi con certeza) a la radiación solar polarizada que chocaba contra él”, y que luego se condensó para formar los planetas y las lunas de nuestro sistema solar.

Sin embargo, como descubrieron tales grandes navegantes del pasado distante y lo reflejaron en los calendarios que construyeron, el universo estrellado observado no era fijo, sino que cambiaba constantemente. Ésta es la noción del universo que debe adoptarse para la ciencia, del modo que sólo las culturas marítimas podrían haber descubierto semejante conocimiento del cambio sistémico en el transcurso de los largos períodos pertinentes de tiempo, con el paso de muchas generaciones sucesivas. Este conocimiento se nos presenta en el estudio de los aspectos concernientes que sobreviven de los calendarios antiguos. Ésta es la expresión característica de la ciencia pitagórica llamada esférica.

El resultado de semejantes acontecimientos dentro del gran desarrollo de las formas continuas de culturas marítimas, y de la extensión de esta experiencia a los asentamientos tierra adentro, ha sido el surgimiento del concepto de los principios universales de cambio o lo que ha de considerarse como ciencia hoy. La función de la metáfora del “fuego” en el Prometeo encadenado de Esquilo tiene esa importancia.

Al universo lo gobiernan grandes principios, pero son vástagos de los principios aun más grandes de los cambios universales. Es este último orden superior de cambio el que define la noción de una forma válida de ciencia universal. La noción de un universo que precisa, en términos ontológicos, este principio superior de cambio universal, es el que constituye una ciencia válida, la cual determina el significado de “fuego” en el Prometeo encadenado.

Las implicaciones para Einstein

El quid que plantean estas consideraciones lo resumió Einstein como el concepto de un universo finito, pero también autolimitado. Esta perspectiva explícita de Einstein y demás significa que el universo está primordialmente compuesto, en lo ontológico, por principios universales, y que los acontecimientos particulares son producto de las interacciones locales de estos principios. Por eso, para Einstein, el universo es finito, en el sentido de que lo autolimitan sus propios principios físicos universales; mide “uno” y, por tanto, como está autolimitado, es finito.

El asunto no termina con ese argumento de Einstein y otros. Topamos con un segundo supuesto importante: la hipótesis ridícula de que el universo es fijo, a menos que algo lo mueva desde afuera. La “historia” misma del sistema solar contradice el supuesto del “universo fijo”. Un Sol joven, más engreído, que giraba con rapidez, arrojó parte de su materia sobre un plano a su alrededor, un plano de plasma sujeto (casi con certeza) a la radiación solar polarizada que chocaba contra él y que generaba, así, un proceso de fusión que produjo los consabidos elementos e isótopos tipo de la tabla de Dimitri Mendeléiev del sistema solar conocido. A partir de este plasma, las trayectorias planetarias válidas se infestaron con sus productos y, según el razonamiento de Gauss en cuanto a esto, la materia distribuida se condensó en la forma de planetas y lunas.

De manera que hoy, al mismo respecto general, el clima que experimentamos en la Tierra lo influencia, a un grado significativo, la radiación “cósmica” de la nebulosa del Cangrejo, misma que interactúa con la solar, para de este modo producir condiciones que se dan sobre la superficie de nuestro planeta.

¿Con qué autoridad podría alguien atreverse a suponer que el universo no puede hacer nada sin que lo muevan desde afuera? Filón (el Judío) de Alejandría planteó un problema parecido en su desprecio por los aristotélicos contemporáneos de los apóstoles cristianos originales. ¿Podemos asumir que, una vez que el Creador ha creado un universo, alguien más (tal vez un gnóstico como Satanás) tiene que darle cuerda (o quizás quitársela) de vez en cuando, para regocijo de Isaac Newton? Contrario a tales problemas posibles, las pruebas son que el carácter esencial de la trayectoria del universo es su movimiento; esa cualidad de movimiento es la médula de la existencia de nuestro universo. Esto quiere decir que la acción de la gravitación en, por ejemplo, la órbita solar, es acción per se, acción creativa que se manifiesta, en efecto, como movimiento. La existencia de esa acción antientrópica, en sí misma, es la que experimentamos como lo infinitesimal en una carta kepler–riemann–einsteiniana del universo.

3. Vernadsky y la mente viviente


Vladimir I. Vernadsky.

No he recibido informe creíble alguno que indique que sus descubrimientos en química hayan llevado a Luis Pasteur a afirmar que había definido un principio físico universal respecto a la vida; pero, no obstante, sus descubrimientos en química sentaron los precedentes para lo que el trabajo posterior del académico Vernadsky definió por primera vez como esa clase específica de aparente principio químico pertinente de la tabla química periódica de Dimitri Mendeléiev. Este principio expresaba, en la práctica, la distinción ontológica absoluta entre los productos de procesos vivientes, y aquéllos que son característicos del dominio de la química de procesos no vivientes.[24]

El aspecto decisivo de ese descubrimiento de Vernadsky fue, en primera instancia, su concepto de la biosfera. Lo decisivo aquí fue su atención a la “historia” fósil de la corteza exterior de la Tierra, incluida la naturaleza de la atmósfera y el abasto general de agua, en tanto productos de la biosfera. El aumento de la proporción entre la masa de los procesos vivientes y sus fósiles específicos, y la masa abiótica, demostraba de manera decisiva que la vida está en proceso de transformar nuestro planeta, de un estado abiótico, a ser cada vez más la masa de los procesos vivientes; hasta algún límite indeterminado posiblemente concebible dentro de los confines de nuestro planeta.[25]

Sin embargo, ese mundo no sólo está deviniendo cada vez más en una masa biótica, sino también en la masa creciente de la noosfera; ésta, un producto que no se encuentra entre los procesos vivientes. La característica adjunta de esa noosfera es uno de los requisitos de la función y la masa crecientes del producto físico que genera la acción singular del aumento intencional de la inteligencia creativa del ser humano individual típico.

Así, en un sentido de las cosas que, a primera vista, parece similar a la distinción entre los procesos vivientes y los no vivientes, la adopción, por parte de Vernadsky, de la voz existente noosfera, al identificar un concepto (noesis) exclusivo de su propio descubrimiento de este principio de la geoquímica, fue producto de principios que rebasan los de la química de los procesos en realidad vivientes. Éstos eran principios que difieren de los que había aplicado para definir el tema de la biosfera, y que les son categóricamente externos. En este caso, su medición pertinente consistió en comparar la masa creciente de los productos del ritmo de aumento del fruto de la actividad creativa productiva humana, a las masas relativas tanto del dominio abiótico como de la biosfera.

La medición de la función de la noosfera exigió medir, por lo menos de modo implícito, tanto la densidad relativa potencial demográfica de la población humana estimada (en contraste con las ecologías animales), así como la masa del producto físico por unidad de densidad relativa potencial de población. Esta distinción se expresa en lo que he adoptado como una revolución científica necesaria; una revolución que se funda, en gran medida, en los descubrimientos de Bernhard Riemann; una revolución en el dominio de la práctica físico–económica de las naciones.

El efecto de estas mediciones ha sido el de ilustrar dos cosas. Primero, que el principio de la vida es distinto de los principios de la no vida; segundo, que los poderes congnoscitivos de la mente humana reflejan una potencia específica de la mente humana desarrollada, que es semejante a la noción general de la resonancia armónica, pero que está específicamente ausente en las funciones cerebrales educibles de todas las formas inferiores de vida. Explico esta distinción y sus implicaciones.

Mi propia modificación en el concepto de una ciencia económica, que he introducido al tratar estos logros de Vernadsky, ha consistido en hacer hincapié, como ya lo escribí aquí antes, en que lo que distingue a la mente humana de la de todas las formas inferiores de vida, es que está “afinada” en un factor de “creatividad universal” eficazmente físico ausente en estas últimas, incluyendo a los simios superiores en la categoría de la orden infrahumana (inferior) de las criaturas vivientes. Sin embargo, esta facultad humana es transmisible entre individuos dentro de la sociedad, como una cualidad de existencia que, en efecto, es históricamente inmortal; inmortal respecto a lo que de otra manera es la mortalidad del organismo viviente humano. Esto es lo que he identificado aquí antes como el elemento de la inmortalidad suprabiótica en la cualidad del hombre y la mujer que identifica el Génesis I.[26]

Cualquiera que sea la duración de la vida del individuo creativo, no hay duda respecto a la gama más amplia de beneficios que aportó el intelecto de verdad creativo —como el de un Cusa, un Kepler, un Fermat, un Leibniz, un Moisés Mendelssohn, un Federico Schiller, un Lázaro Carnot, los hermanos De Humboldt, un Gauss, un Riemann, un Planck, un Vernadsky, un Einstein, o grandes presidentes o héroes de EU como Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt— en el transcurso en el que se extinguió la vela de la vida de cada uno de ellos, a fin de efectuar el avance de lo que el químico físico Vernadsky define como la noosfera. Esos individuos pueden morir, pero su obra creativa misma, como los cuadros de Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio y Rembrandt, no es de suyo perecedera como lo es su cuerpo humano viviente. Un principio físico universal válido, una vez descubierto, tiene las características de una acción probablemente inmortal.

El alma inmortal

El ejemplar de lo que se ha convertido en la actualidad en un libro de colección, un ejemplar que he tenido en mi poder por varios años, Moses Mendelssohn, Sein Leben und Seine Werke, del doctor M. Kayserling (Leipzig: Herman Mendelssohn, 1862), está lleno de anécdotas cuidadosamente reunidas, un material que permite hacer un resumen conciso de ciertas intuiciones adicionales decisivas, tanto sobre la personalidad de Moisés Mendelssohn, como de su significado histórico.

Notable entre los aspectos casi nunca considerados, pero históricamente decisivos de los logros de su vida, es el ejemplo de lo que describe en un pasaje de una carta, pasaje que aquí he traducido de manera sencilla, tocante a la identificación de Mendelssohn de lo que él sólo describe como un notable “contacto pesonal con el gran príncipe de un pequeño estado alemán, Graf Wilhelm von Schaumburg–Lippe. . . Una excelente alma griega en un tosco cuerpo westfaliano”. Como lo han demostrado otros documentos, fue en función de esta asociación de los dos elementos que Mendelssohn diseñó el programa educativo que usó Graf Wilhelm, uno de los estrategas militares más brillantemente consumados de su tiempo, para educar a los militares profesionales, incluyendo, de entre los estudiantes más notables de la institución, al gran Gerhard Scharnhorst.

Así, el judío alemán formó, en este estilo ejemplar de Moisés Mendelssohn y otros relacionados, parte integral esencial del auge de la cultura nacional alemana, y de la europea en un sentido más amplio; a tal grado, que el genocidio contra los judíos alemanes que llevó a cabo el régimen de Hitler, al que en lo principal instalaron financieros angloamericanos —una matanza casi hasta la extinción—, fue un intento de asesinar el alma de Alemania misma. La cultura, y no la “raza” biológica, es lo que, en términos funcionales, define a una nación verdadera. Todos los seres humanos que conservan intactas sus potencialidades biológicas esenciales, comparten el mismo principio de la creatividad humana. Las diferencias yacen en la clase de cultura y en el grado de desarrollo del potencial del individuo. Las grandes culturas son aquellas que asimilan sus propias fuentes de desarrollo enriquecido, del modo que la alemana asimiló la gran deuda que tenía con la familia extendida de Moisés Mendelssohn.

Para descubrir al verdadero Moisés Mendelssohn que contribuyó a este efecto continuo, tenemos que considerar otro que llega mucho más allá de su propia última enfermedad y muerte, un efecto que produjo ese gran heredero de la tradición del gran Moisés de Egipto, y explícita y significativamente de Moisés Maimónides. Así, también tenemos que situarlo en términos históricos como de hecho lo está para aquellos de nosotros que lo entendemos, aun hoy.

Tenemos que ubicarlo en el marco de su amistad decisiva con el dramaturgo clásico Gotthold Lessing, quien fue alumno y protegido del mismo gran matemático y estudioso clásico del siglo 18, Abraham Kästner (1719–1800). Kästner, a su vez, desde su nacimiento fue una figura en Leipzig, la ciudad natal de Lessing y Leibniz, nacido y criado ahí en tiempos de las obras más grandes de Juan Sebastián Bach, unos tres años después de la muerte de una de las más grandes personalidades históricas de ahí, Leibniz.

Entre sus otras contribuciones a la civilización, Kästner tuvo un papel decisivo como intelectual prestante de Gotinga, en apoyo de nuestro Benjamín Franklin y la causa de la libertad estadounidense, así como también en difundir la obra de toda una vida de Lessing, el colaborador de Mendelssohn.[27]

La esencia de la genialidad de Moisés Mendelssohn, nacido como un judío pobre en Dessau, se expresa de la manera más poderosa y significativa en su obra pesonal más grandiosa, su gran comentario sobre Platón en cuanto al tema de la inmortalidad del alma humana individual, Fedón. Esa obra es la que yo pongo de relieve como pertinente al caso que presento en este capítulo del informe.


El gran erudito del siglo 18, Moisés Mendelssohn (arriba, der.) —conocido como el Sócrates de Berlín—, entre otros logros, diseñó el programa educativo para militares profesionales que usó Graf Wilhelm von Schaumburg–Lippe von Schaumburg (arriba). Uno de los retoños de este programa fue el teniente general Gerhard von Scharnhorst (der.), héroe de las guerras de Alemania contra Napoleón.

Estos genios a los que acabo de referirme, fueron de esas personalidades típicas, ejemplo de esa inmortalidad eficiente de la personalidad humana que la distingue de las bestias. El aspecto del trabajo de tales personalidades de verdad creativas, como ésas, es lo que es específicamente inmortal. Este aspecto inmortal estriba en reproducir el acto mental que genera y regenera las contribuciones de verdad creativas (es decir, antientrópicas) al fomento y la defensa del progreso humano. La mera acción, como podría manifestarse en la forma de una mera cosa, no expresa la cualidad de inmortalidad; la creatividad nunca ocurre en el modo de acción deductivo–inductivo, sino sólo en la forma de modos analógicos y relacionados de los que es típico el acto de descubrimiento de un principio físico universal, la mejora y difusión de dicho descubrimiento como tal. El perfeccionamiento único original del concepto de la acción mínima física universal, gracias a la colaboración de Leibniz con Jean Bernouilli, es típico de semejante acto mental creativo que cambia las características del mundo físico de la humanidad.

Tal como Esquilo presenta el caso en su Prometeo encadenado, la degradación de lo que de otra manera eran seres naturalmente humanos, a la semejanza de las meras bestias, del modo que la secta délfica de la Esparta licurga cometió tal maldad en su práctica de la servidumbre contra los hilotas, o la corrupción difundida como lo que devino en la guerra del Peloponeso por el “liberalismo” délfico (la sofistería), en la Atenas de Pericles, se efectúa por algún medio como la difusión antigua de la sofistería en la forma de la ideología euclideana. La sofistería de la geometría euclideana fue la que “reescribió” la de los pitagóricos y los otros círculos de Platón, eso al efecto de quitarle el alma, transformándola en una mera “cosa” deductiva, muerta que le cuelga al sofista.

Esta distinción de los poderes intelectuales cuya expresión distingue al hombre de verdad libre del esclavo, ya sea cumplidor o insolente, es la creatividad individual humana. Esa creatividad es aquel aspecto de la persona difunta que sobrevive en la forma de la expresión de aquello que fomenta el progreso creativo continuo de la especie humana, eso de maneras implícitas en la distinción que hace el Génesis I entre el hombre y la mujer, y las bestias.

Ya que el aspecto animal de cada uno de nosotros a fin de cuentas ha de morir cual perro, la naturaleza del hombre o la mujer que es libre en su ser, es aquello que cobra expresión en lo que los apóstoles Juan y Pablo recalcan como ágape[28] o, como lo establecía la Paz de Westfalia, “el beneficio del prójimo”. Nuestra inmortalidad eficiente yace en eso que es propiamente humano, definido de esta manera, que les damos a los otros y a la sociedad en general. Así, al dar aseguramos no perder el significado deseable de nuestra existencia mortal. De esta manera, podemos triunfar sobre la muerte del cuerpo mortal que habita nuestro verdadero ser durante un momento de la historia. Lo que esta práctica debe dar, en esencia, es el desarrollo de nuestros poderes humanos, al igual que los del prójimo; pero, por eso mismo, tenemos que fomentar las condiciones generales de la vida individual y social de las cuales depende la realización de las ideas creativas de la sociedad.

Tenemos que desistir del hábito desafortunado de considerar las necesidades de la sociedad y de los demás hombres y mujeres como si fueran las de perros mascota; tenemos que considerar a las demás personas esencialmente como seres humanos, y pensar en términos de lo que exige esa cualidad esencial del ser humano para cumplir la intención creativa, que es la característica de su naturaleza superior dada.

La moralidad y la ciencia física

Tenemos que reconocer, como los buenos científicos, que no existe el espacio vacío en nuestro universo. Toda doctrina física que pretende interpretar el espacio–tiempo físico como un asunto de acción a distancia, como entre objetos que aparecen como las singularidades que habitan el espacio, es una creencia atrapada en un error que ha generado una mera presunción arbitraria, que en realidad no se ha demostrado. Al defender ese mero supuesto, a priori, sin prueba experimental, como lo hacen los creyentes en los sofistas Euclides o Newton, los creyentes en tales dogmas han creado para sí mismos las ilusiones que se relacionan con cierta idea del espacio infinito. Así, la idea del espacio como “infinitamente” extendido, como si fuera de alguna manera lineal, es, en esencia, puerilmente absurdo, infantil, la cosmovisión de alguien que en realidad no ha egresado de la matriz y, por consiguiente, tiende a cosmovisiones imaginadas de tipo huevo–céntrico.

El universo, no importa cuán grande pueda parecernos, es finito, precisamente del modo que Einstein lo razonó, y como yo he resumido el asunto antes en este informe.


La creatividad es lo que diferencia al hombre de las bestias, como lo refleja el grabado de Alberto Durero, San Jerónimo. El león monta guardia para proteger al hombre, quien está ocupado traduciendo la Biblia al latín.

Corregir el error infantil popular implícito de la certeza sensorial, causa cierta sensación de dolor o algo peor en quienes fueron los verdaderos creyentes en alguna suerte de ejemplo de brujería infantil similar a “Harry Potter”, una necedad semejante a ese culto a Lucifer (de la secta Lucis) organizado por Aleister Crowley, el compinche de H.G. Wells y Bertrand Russell.

Gracias a tales creencias, impera cierta locura que satura las variedades actuales de opinión popular en el mundo. Al examinarlas con cuidado, estas creencias han encontrado sus raíces en la visión práctica difundida que tienen las sociedades de sí mismas, como una variedad de vida animal. Las sociedades modernas se han alzado culturalmente por encima de las versiones más simplistas de tales creencias, pero los supuestos subyacentes que se asocian con la fe más o menos ciega en la certeza sensorial siguen siendo un factor de control entre la mayoría de los miembros de estas sociedades.

Es esa clase de supuestos populares que, del modo que la expresión de la avaricia ciega ilustra la cuestión, impiden que la mayoría de nosotros, aun hoy, captemos la realidad de la existencia real del alma humana. Muchos pretenden ser religiosos, pero sólo de la manera en que el jugador espera, a menudo religiosamente, tener buena suerte en la mesa de juego o en los mercados financieros. La certeza de la inmortalidad humana, como una meta que alcanzable, se les escapa. Su dificultad en este sentido es, a fin de cuentas, ontológica; no han logrado aceptar nuestro universo como realmente existe, y han creado para sí mismos, en sus fantasías pueriles, e incluso infantiles, una creencia en un universo inexistente, del cual, como Filón escribió sobre Aristóteles, se ha excluido implícitamente el concepto de un Creador de verdad eficiente.

La raíz de problemas conceptuales como esos es una cualidad obstinada, más o menos bestial, de adherencia a la noción de la certeza sensorial; como la del famoso predicador que, al estilo del gallo de corral, creó más almas entre las damas que logró llevar detrás de la tienda de campaña, que las que rescató del libertinaje durante la celebración.

La falla esencial en ese tipo de casos que sólo he ilustrado aquí, se expresa en formas que son esencialmente análogas a la virtual servidumbre del ciudadano en las culturas de hoy, que se aferra a esa ilusión de la certeza sensorial que ha sido la creencia difundida por la iglesia virtual establecida, a escala mundial, del hedonismo liberal angloholandés o variedades comparables.

Para librarnos de tales enfermedades mentales, tenemos que ubicar nuestro ser esencial en nuestra práctica de lo que la Paz de Westfalia define como “la ventaja de los otros” pueblos, como la de la otra nación. La mutualidad de ese compromiso entre las culturas respectivamente soberanas de los pueblos, es la que tiene que convertirse ahora en el ordenamiento de las relaciones en un sistema de lo que serán, de manera respectiva, Estados nacionales perfectamente soberanos. Cuando ubicamos nuestro interés personal en vivir ahí, de ese modo, toda la humanidad habrá dado un paso hacia compartir la intención de la verdadera inmortalidad del alma humana. Como los apóstoles Juan y Pablo ilustran esto para los seguidores de Jesucristo, eso es todo lo que esencialmente se nos exige, en tanto individuos, en esta vida.

La “globalización”, como se promovió el 19 de enero en Los Ángeles, en la reunión de Judith Rodin de la Fundación Rockefeller, junto con los gobernadores Arnold Schwarzenegger y Ed Rendell, y el alcalde Michael Bloomberg, es un plan para un nuevo imperialismo, una nueva torre de Babel, una forma de sistema imperial fascista —diseñada por el fascista Félix Rohatyn que tuvo su parte de culpabilidad, junto con George Shultz, en la obra del Gobierno chileno de Pinochet inspirado en los nazis— que se hace eco del proyecto Pinochet de Shultz y Rohatyn, cuyo establecimiento destruiría ahora los cimientos esenciales de cualquier forma civilizada de vida humana entre los pueblos de este planeta.

4. El principio de la creatividad

La doctrina del Génesis I es que el universo fue creado, y que el hombre y la mujer están hechos a imagen del Creador. La implicación más interesante y paradójica de la difundida recitación de esa doctrina, es que hoy día prácticamente ningún cristiano profeso realmente cree en la práctica que el hombre y la mujer estén hechos a semejanza del Creador. Peor aun, la mayoría de ellos cree, al menos implícitamente, en cuanto a la práctica, que el Creador existe sólo como una suerte de monarca, una especie de propietario que de alguna manera ha adquirido una parcela de propiedad inmueble supergaláctica que, de algún modo, recibió como el territorio sobre el que quizás se le permita, cuando mucho, gobernar.

Para tales personas, el Génesis I es una mera historia que se cuenta en deferencia al supuesto de que todos los libros tienen que empezar por algún lado.

Si el Dios del Génesis I fuera de verdad el Creador del universo, y el hombre y la mujer fueran hechos a imagen y semejanza del Creador y con deberes comparables que cumplir por Su encargo, ¿por qué los hombres y las mujeres de hoy, hasta los científicos, piensan lo que piensan del universo? ¿Por qué piensan del modo por el que Filón correctamente denunció a Aristóteles? ¿Por qué fomentan un cuento de hadas malo, tal y como Filón desenmascaró a Aristóteles en este sentido, un cuento de hadas bobo, según el cual el Creador del universo dizque se volvió Él mismo permanentemente impotente al crear un sistema perfecto? ¡Hay algo terriblemente erróneo en la forma en que tales personas parecen pensar! De hecho, tal modo de pensar erróneo, no sólo está equivocado, sino que es perverso en sus consecuencias, de la misma manera que el culto a Delfos propagó el estilo del magnate inmobiliario perverso de la doctrina del Apolo dionisíaco.

La fuente principal de este error general en la creencia, es consecuencia de la tradición que ejemplifica el caso del Prometeo encadenado: que a la gran mayoría de la humanidad la han encadenado mentalmente, cual esclava, a la prohibición del Zeus olímpico de permitirles a los seres humanos mortales conocer el principio del “fuego”. El tema que Filón planteó en protesta contra el dogma aristotélico gnóstico de su tiempo, es típico de esto: según la “ley de la entropía universal”, hasta a Dios el Creador le está prohibido, según esa noción aristotélica de ley, actuar sobre el universo, una vez que éste ha sido creado (así, de manera implícita, dándole una mano libre al Satanás que de otra manera aparece con el aspecto de la presentación que hace Dostoievski de Tomás de Torquemada, “el Gran Inquisidor”).

Esa doctrina que se le atribuye al Zeus olímpico exige, implícitamente, un universo fijo, de “cero crecimiento”, como el del sofista mentiroso del Imperio Romano, Claudio Ptolomeo, un universo en el que ha cesado el desarrollo, y como el reloj del necio Isaac Newton o el del príncipe Carlos de Gales y su lacayo Al Gore, sólo se le acaba la cuerda, y por desgracia necesita que se le dé de nuevo.


La creatividad en el Renacimiento: el geómetra Luca Pacioli colaboró con Leonardo da Vinci, para propagar el principio de la ciencia moderna que se originó con Nicolás de Cusa. Retrato de fray Luca Pacioli, por Jacopo de’Barbari.

En contraste, el universo real es un proceso de creación sin fin, creación que se expresa en la forma tanto de movimiento como de desarrollo incesante (desarrollo antientrópico). Así, Dios el Creador aún está vivo, liberado de la prisión délfica de Aristóteles, ¡y sigue creando!

Estos comentarios con los que he iniciado este breve capítulo final del informe se corresponden a las variedades experimentales de principios físicos universales bien definidos. La fundación única original de Kepler de la ciencia astrofísica moderna, es ejemplar. El infinitesimal de Leibniz es ejemplar, contrario al fraude perpetrado en común por individuos notables tales como Descartes, Newton, De Moivre, D’Alembert, Euler, Lagrange, Laplace, Cauchy, Clausius, Grassmann y demás, por no hablar de sinvergüenzas abismales como Mach, Bertrand Russell, etc.

Dicho de la manera más sencilla, el infinitesimal del cálculo de Leibniz, que derivó del descubrimiento de Kepler de la gravitación universal, es, como lo he planteado antes en este informe, un infinitesimal ontológico, y no aristotélico, euclidiano o cartesiano. Es una manifestación de movimiento insurgente del desarrollo físico, una expresión de un principio universal antientrópico. La cualidad de ser infinitesimal se origina en la escala relativa de acción (en el caso del descubrimiento de Kepler) de ese mismo principio, como algo relativa e ilimitadamente universal y eficiente (el infinito real; infinito, no respecto a su estado actual instantáneo, sino a su desarrollo futuro). Este principio se expresa en la curvatura infinitesimal del espacio–tiempo físico en cualquier instante.

En ese sentido de las cosas, el universo es infinitamente denso en su movimiento de cambio. Las pruebas de que este sentido de cambio también está asociado al desarrollo cualitativo en el universo, define el principio de acción en él como antientrópico. Una “ley de entropía” es un simple fraude.

Los poderes creativos de la mente humana individual, expresados en el poder de la especie humana de aumentar su densidad relativa potencial de población mediante el descubrimiento de principios físicos universales, como tales, o de sus reflejos —un poder único en la especie humana entre todas las demás—, es la distinción general de nuestra especie.

Esta consideración y otras relacionadas definen la naturaleza intrínseca del ser humano (cuando no se suprime este conocimiento del “fuego”). El hombre, cuando es fiel a su naturaleza, actúa de modo antientrópico sobre el universo, no por debajo de él, presentándose así en la imagen del Creador, de quien se derivan estos poderes de la humanidad, cual dones. La cualidad de acción que manifiesta la humanidad de esta manera asignada, es de suyo antientrópica.

Así, el hombre y la mujer expresan una semejanza al Creador al actuar, cual instrumentos del Creador, como un poder superior sobre el universo. En esto, el poder de la humanidad avanza como conocimiento, tanto del universo en general como de la humanidad misma. No somos los sujetos del universo, sino que compartimos con el Creador las responsabilidades asignadas por el hecho de que el hombre es el amo de aquello que su propio desarrollo le ha asignado de manera implícita para conducir.

Por tanto, en vez de ser víctimas de nuestra propia fe ciega ignorante en las impresiones literales de los sentidos, tratamos a éstos, y a los medios adicionales que ingeniamos para propósitos similares, como los meros instrumentos, y no el contenido del conocimiento. Nuestra primera obligación es que se nos reconozca en nuestra naturaleza como humanos, como el jardinero que no sólo responde a las demandas del jardín existente, sino a diseñar aquellas innovaciones que lo mejorarán. Ser hecho a imagen del Creador significa crear.


[1]. El principio de la poesía clásica, que ha deconsiderarse en el sentido de la obra En defensa de la poesía de Percy Shelley, es un reflejo típico de la noción verdadera de la coma pitagórica. El principio de la prosodia es el que gobierna, no sólo la poesía clásica, sino también la música clásica, en el sentido de los principios de esta índole de Juan Sebastián Bach y sus discípulos, y la composición artística plástica, en la dirección de Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio y Rembrandt. Todas éstas han de considerarse como geometrías que difieren, tal que el principio de la coma, que también es el de la Monadología de Leibniz, es expresión, en cada caso, de esa característica de ese potencial creativo de la mente humana individual que separa a la personalidad humana de las bestias.

[2]. A este respecto, toma en consideración la labor reciente que se ha emprendido para modificar la torre Eiffel de París.

[3]. “Lógico positivista”, en esa tradición lunática de Ernst Mach y Bertrand Russell de la que se hicieron eco fanáticos tales como Norbert Wiener y John von Neumann.

[4]. Ver Über die Hypothesen, welche der Geometrie zu Grunde liegen, de Bernhard Riemann (1854), y Bernhard Riemann’s Gesammelte Mathematische Werke, H. Weber, ed. (Nueva York: Dover Publications, reimpresión, 1953), págs. 272–273.

[5]. Y quizás, en ocasiones, engañoso adrede.

[6]. O sea que, semejante noción de progreso no es consecuencia de una acción impuesta a estados fijos de existencia, sino que esa clase de movimiento llamado evolución antientrópica en el universo es una cualidad ontológica primordial de la existencia misma de dicho universo. De ahí el movimiento ontológicamente infinitesimal de la Monadología de Lebiniz.

[7]. Por ejemplo, el hombre y la mujer como los define el Génesis I.

[8]. Como he puesto de relieve en otras ocasiones, no hay ningún fundamento biológico simple para esas facultades mentales humanas que asociamos con la verdadera cognición. Ésta, al igual que la gravitación como la descubrió Johannes Kepler, es una manifestación de lo que son, en efecto, formas ontológicamente transfinitas de actividad mental. Es la expresión de un principio verdadero del universo en general, del modo que la gravitación también expresa semejante clase diferente de principio para el que el aparato del ser humano individual se ha “afinado de antemano”, por así decirlo (en tanto que lo animales no tienen tal resonancia). Así, el éxito reiterado en resolver acertijos cuyas soluciones son, de suyo, alineales (es decir, no reduccionistas) en su forma esencial, al reforzar la afinación apropiada de los poderes cognoscitivos individuales de la mente humana, como con el llamado arte clásico (por ejemplo, con el legado de J.S. Bach), triunfa en donde las modalidades reduccionistas de argumentación tienden a derrotar y debilitar la “afinación” de la mente humana individual y la cultura en la que impera la visión reduccionista.

[9]. Sin pasar por alto las importantes contribuciones de Brunelleschi, el primer descubridor moderno del principio (funicular) de la catenaria en la física y de su aplicación (como en la cúpula de la catedral de Santa María del Fiore) durante un tiempo de traslape en Florencia.

[10]. De hecho, el concepto que descubrió Cusa, en cuanto a esto, era un principio inherente al método de los pitagóricos y de Platón. El método científico competente siempre ha de asociarse con relaciones puramente geométricas (por ejemplo, análogas, no lineales), más que digitales. El problema que enfrentó Cusa en el caso del error de Arquímedes, fue el efecto de la influencia de la sofistería que se relaciona con la ascendiente de Aristóteles y de seguidores de su sofistería como Euclides y Claudio Ptolomeo. El significado de que Cusa descubriera este error en la obra de Arquímedes cobra expresión al centro del descubrimiento único original de Kepler de la astrofísica moderna. En adelante, todo método competente en la ciencia moderna he tenido como premisa fundamental esa fundación única original de la astrofísica moderna por parte de Kepler.

[11]. Ver Leibniz vs. Clarke (1715–1716).

[12]. Desde 200 a.C., aproximadamente.

[13]. A este respecto, el primer capítulo del Génesis tiene cierto sentido propio y sorprendente de validez. Aunque las imágenes de ese capítulo son en gran medida poéticas, si evitamos la tentación de los brutalmente ignorantes (entre ellos los teólogos ingenuos en lo científico), y si leemos ese capítulo poético como la clave para tener un concepto prosáico de la Creación, representa un recuento poético científicamente validado de la relación de la existencia del universo con los orígenes y la evolución de la Tierra, hasta el momento en que surgió la función que se le asignó de manera implícita a la especie humana. El orden correcto es congruente con la perspectiva definida por milenios de evolución de la cultura transocéanica astronavegante de un “pueblo del mar”.

Si descartamos el chachareo acostumbrado del aula sobre tales cuestiones, enfrentamos el hecho de que el concepto de “universal” congruente con la noción de esférica de los pitagóricos y Platón sólo fue posible, en tanto concepto físico, desde la perspectiva de muchos miles de años de astronavegación de la cultura migratoria de un “pueblo del mar” (más valdría eludir esas partes del denominado “Antiguo Testamento” que evidentemente se remontan, del modo que lo reconocí a partir de cierto estudio intenso de los 1950, de algo de la arqueología de la antigua Mesopotamia de marras, hasta los mitos paganos mesopotámicos que, como se sabe, se les impusieron como redacciones paganas e inserciones sincréticas a los textos hebreos, del modo que lo hicieron los escribas de prisioneros judíos de captores tales como los tiranos imperiales babilonios y aqueménidas). Moisés refleja la influencia marítima de “los pueblos del mar” sobre los orígenes de la cultura del Egipto antiguo, no “río abajo”, no en el descubrimiento de una cultura prácticamente atada a tierra, sino en el conocimiento obtenido de la navegación de los mares. Por comparar, Sumeria era una colonia de una cultura marítima no semítica asentada en el océano Índico.

[14]. La difusión del fraude del “calentamiento global” es un ejemplo pertinente de esa suerte de lavado cerebral que sufren hasta personas por otra parte inteligentes.

[15]. El oponente lunático moderno de la energía nuclear sigue la tradición brutal, no sólo de los maltusianos, sino de la antigua secta délfica del Apolo dionisíaco. El estrato lavado del cerebro de los liberales —en lo ideológico— “de corbata” y de “el hombre organización” que, a ambos lados del Atlántico, nacieron entre 1945 y 1958, es típico de los sesentiocheros dementes que han desempeñado un papel central en la destrucción de la civilización europea extendida al orbe, desde 1968.

[16]. Son los sesentiocheros “de corbata” que engendraron los suburbios de clase media y distritos similares entre 1945 y 1958 en Europa y las Américas.

[17]. Tales como las especies de degenerados influyentes que se asocian con la función ejercida en las universidades por la señora Lynne Cheney y el senador Joseph Lieberman, a quien la familia de William F. Buckley hijo casi creó a partir del fango de Connecticut.

[18]. Aunque Filippo Brunelleschi conocía y empleó (en la construcción de la cúpula de Santa María del Fiore) el principio de la catenaria (o “funicular”), ninguno de los sofistas modernos, incluyendo a Galileo, de manera notable, entendió el principio físico universal involucrado. Esta exclusión abarca a embaucadores deliberados tales como Leonhard Euler, y a meros ineptos que proliferaron entre los aliados y secuaces empiristas de éste, tales como Laplace, Cauchy, Clausius y Grassmann. La disertación doctoral de 1799 de Carl F. Gauss, quien más tarde identificó su razonamiento como la presentación formal del “teorema fundamental del álgebra”, implícitamente hizo añicos el ataque de los estafadores Euler y demás contra el concepto de Leibniz de lo ontológicamente infinitesinal.

[19]. Op. cit.

[20]. De manera implícita, Cusa, Kepler, Fermat y Leibniz rechazaron la tradición euclidiana, pero, como trabajaron bajo la amenaza mortal de las expresiones permanentes de la Inquisición, sólo lo hicieron con ambigüedades. La Inquisición medieval odió al estafador Galileo, pero eso fue reflejo de una disputa veneciana interna sobre la lucha por el poder político y financiero entre los viejos partidarios venecianos de Claudio Ptolomeo y el nuevo partido veneciano de Paolo Sarpi.

[21]. Ver “Vernadsky y el principio de Dirichlet”, por Lyndon H. LaRouche, en Resumen ejecutivo de la 1ª quincena de agosto de 2005.

[22]. Op. cit.

[23]. Quienes quieran criticar lo que planteo aquí, deben mejorar con la referencia clínica a la sugerencia patética que De Moivre le hizo a D’Alembert, de que los “infinitesimales” matemáticos que encontraron en las raíces cúbicas y bicuadráticas de funciones algebraicas debían, arbitrariamente, pasarse por alto, por ser pruebas inconvenientes para el caso que alegaban y, con ese sólo fundamento tendencioso, debían considerarse únicamente como patentes distracciones imaginarias, como si las hubiera producido algún burlador malicioso que acechara bajo el tablado de la realidad. El verdadero absurdo de esa clase de mentira e irracionalismo descarados de De Moivre y D’Alembert, no impidió que Euler, Lagrange, Laplacem Cauchy, Clausius, Grassmann, etc. perpetraran la misma insensatez tanto contra la ciencia física moderna como la causa de la razón misma. Ver “Analógico, digital y trascendental”, por Sky Shields, en Resumen ejecutivo de enero de 2008.

[24]. No se conoce ningún caso en el que el concepto de una biosfera o noosfera se haya propuesto de manera competente o presentado en términos científicos, excepto en el que el académico ruso Vladimir Vernadsky depositó su confianza en los principios experimentales de la química física.

[25]. LaRouche, op. cit.

[26]. El asunto implícito es: ¿a qué grado la mente intelectualmente desarrollada y activa es un factor de ventaja relativa inherente en el fomento de la longevidad? Hasta una mente tan perversa, pero activa, como la del prácticamente satánico Bertran Russell, entraña semejante cuestión. En cualquier caso, la conclusión es que, ya sea que esto resulte en especulación o no, sería prudente pensar de manera tan profunda como si uno pensara que le fuera la vida en ello, independientemente del desenlace en cualquier caso en particular. De cualquier modo, ¿no sería más inteligente estar a tono con la existencia de más alta jerarquía en nuestro universo?

[27]. Abraham Kästner, al comienzo de su edad adulta, dedicó su vida a la misión de defender la obra de los dos ciudadanos más grandiosos de esa ciudad de Leipzig, Godofredo Leibniz y Juan Sebastián Bach. Como es natural, a ninguno de esa tribu degenerada conocida como los románticos del siglo 18 y principios del 19 le gustaba ninguna interpretación veraz de la obra de Leibniz, Bach o Lessing.

[28]. Por ejemplo, Pablo en Corintios I:13.