Análisis de LaRouche Resumen electrónico de EIR, Vol. III, núm. 09

Versión para imprimir


Fui invitado al festín de Baltasar
(Izq.) Lyndon LaRouche. (Der.)El festín de Baltasar de Rembrandt.

2 de mayo de 2004.

Llegó el momento en que, entre los miles de invitados ahí reunidos, en medio de los actos programados para antes del breve discurso del presidente Bush, me di cuenta de lo que estaba pasando en realidad. En ese momento me vino a la mente la composición Opus 57 que Robert Schumann le hizo al Baltasar de Heinrich Heine.

Fue por el barullo.

Yo era uno de los invitados el sábado por la noche, junto con miles de periodistas, dignatarios políticos, ex funcionarios del gobierno y otros, a la cena anual de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca, que se celebró en el hotel Washington Hilton. Los actos dieron inicio antes de las 6 de la tarde, con pláticas informales en los recibidores donde estaban los grupos de la prensa, hasta que el personal de seguridad nos condujo hacia el enorme auditorio donde estaba servida la cena, y el Presidente y Jay Leno, entre otros, iban a hablar.

Ese proceso continuó hasta la hora en que se sirvió la cena a los invitados; esto, con un impresionante despliegue del equipo del hotel en cuestión. Todo fue muy amistoso. Los invitados que saludé, algunos nuevos y otros viejos conocidos, eran inteligentes, algunos en la posición de personajes importantes en los asuntos nacionales e internacionales, y una buena parte de ellos tenía algo de veras importante qué decir, incluso en medio del bullicio de esa ocasión.

Entonces, sucedió. Todo se hundía en la niebla gris del barullo ininteligible de la multitud durante la cena. Esto prácticamente permeó todo lo acontecido, desde la presentación de las personas que estaban sentadas a la cabecera de la mesa, hasta el brindis que hizo el Presidente. De pronto me sobrecogió una sensación de lo irreal de la situación en la que me encontraba. Me vino la idea: "Soy un espectador en el festín de Baltasar".

Uno de mis colaboradores respondió a mi callada observación de este hecho: "Eso resuelve el problema del editorial del informe diario".

Los acontecimientos que siguieron de inmediato afirmaron esa sensación. El Presidente dió uno de sus discursos de banquete más desabridos, y Jay Leno fue un chasco, hasta que cerró con broche de oro —con lo cual prácticamente concluyó el acto—, cuando se refirió a la cirugía reciente del secretario Colin Powell con el mote ingenioso de la noche: "Semicolon Powell". Estas observaciones finales de Leno cerraron las festividades con una nota de irrelevancia estratégica nacional que me pareció propia del estado mental de la dirigencia de Washington, D.C., que forma la opinión pública hoy día.

En las paredes se veía, en verdad, cómo aparecían las palabras.

Fui de los primeros en llegar al Washington Hilton. Me condujeron por el laberinto de antesalas, saludando de mano y con breves intercambios a algunos de mis conocidos más alegres, y a otros de vista, en medio del gentío. En la medida que la multitud se hacía más compacta, me fui dando cuenta cada vez más de cierta irrelevancia en la visión del mundo que se expresaba entre los que debían ser una muestra representativa de los órganos informativos de Washington y su dirigencia. Algunos tenían opiniones importantes y bastante precisas sobre asuntos particulares, pero, con raras e importantes excepciones, prácticamente no tenían sentido de realidad en lo concerniente a las cosas de veras grandes que amenazan la existencia misma de los Estados Unidos hoy: el derrumbe económico financiero global que acelera, y las implicaciones estratégicas globales reales de la guerra que empeora en Iraq. Para cuando se aplacó el bullicio en la cena, cundió la sensación de que estábamos reescenificando el festín de Baltasar. Prácticamente podía ver las palabras en la pared de la Babilonia actual, en la pared de la historia mundial actual.

El pobre presidente Bush, con su discurso desabrido, no vio nada —lo cual no me sorprendió—, ni tampoco vieron, parece, los miles de asistentes reunidos en el salón esa noche. Pensé en el poema de Heine y traté de ahogar la cacofonía recordando el arreglo musical que hace Schumman del poema.

En general, la prensa estadounidense y partes pertinentes de la élite gubernamental viven en una "pecera" de engaños mutuamente reforzados, y muchos de ellos los toman por "opiniones aceptadas de la realidad presente". Después de todo, Baltasar es el emperador. Bush no es el emperador, sino algo así como un naúfrago a la deriva por los embates de las corrientes sofistas dentro de la pecera intelectual en la que vive, la pecera de los órganos de difusión de Washington. Al igual que la antigua Atenas se arruinó a sí misma, los EU, que por otra parte sé los representan lo que vi y escuché anoche, viven consolándose ellos mismos en ese estado de autoengaño generalizado que captó la atención de Heine en su representación del festín de Baltasar.

Nuestro trabajo es, como trataron de hacerlo Heine y Schumann en su época, hacer lo que nos toca en librar a esta nación, y además a buena parte del mundo, de la tiranía fatídica de esa "pecera" del autoengaño generalizado.