Muchos de
los libros escritos por el maestro de Ingeniería Civil, Henry Petroski,
le dan acceso al lector común a la fascinante historia y al futuro del
diseño y la construcción de grandes proyectos de
ingeniería, en particular el más reciente, Pushing the
Limits (Extendiendo las fronteras. Nueva York, Alfred A. Knopf, 2004). Su
óptica refleja la de un joven brillante que creció durante la
construcción del sistema interestatal de carreteras y de la primera
planta nuclear, así como la movilización nacional en los Estados
Unidos para llevar al hombre a la Luna.
Henry
Petroski entrelaza con elegancia detalles sobre los requisitos técnicos
de proyectos tales como puentes, con la historia de los hombres que los
diseñaron. Se remonta en la historia para mostrar ejemplos y poner en
perspectiva los proyectos de ingeniería de la era moderna.
Lo que
más llama la atención de su trabajo, es que nos hace recordar la
época antes de que los ambientistas pararan la construcción de
casi todo, antes de que a la gente le lavaran el cerebro para creer que la
tecnología es peligrosa, la época cuando los Estados Unidos
creían que compartir las tecnologías de vanguardia con las
naciones en vías de desarrollo era su justa función
histórica.
Una perspectiva
renacentista
En
Pushing the Limits, Petroski, sin decirlo, retoma la perspectiva
renacentista —un reflejo quizá del impacto que Leonardo da Vinci
tuvo en la ingeniería— de que las grandes obras de
ingeniería “prácticas” hechas por el hombre
también son bellas. En su prefacio afirma: “Las ingeniosas
creaciones y las elegantes soluciones de los ingenieros también son obras
de arte e inspiración: una torre Eiffel o un viaje a la Luna le elevan el
espíritu a todos”.
Petroski
cita a Joseph Penell, quien ilustró artículos y libros sobre
viajes: “La gran ingeniería es un gran arte”. Penell
pintó el Canal de Panamá casi para terminarse, y los puentes Hell
Gate de Nueva York y Delaware a medio construir. “No entiendo nada de
Ingeniería”, decía, “pero sé que los ingenieros
son los más grandes arquitectos y los constructores más
pictóricos desde los griegos”.
En su
capítulo sobre “arte en hierro y en acero”, Petroski aborda
la obra de artistas que describieron varias épocas de maravillas de la
ingeniería en los Estados Unidos, de los puentes del siglo 18, a los
ferrocarriles del 19, al complejo automotriz River Rouge —casi una
ciudad— de Henry Ford, de 1927, ubicado al sur de Detroit. La belleza
radicaba en el diseño arquitectónico, el cual reflejaba la divina
proporción y los principios de acción mínima de la
naturaleza; el concepto del triunfo del hombre sobre los obstáculos que
le presenta su medio ambiente, sobre la naturaleza.
Así,
el arte no sólo puede reflejar un logro particular de la
ingeniería, sino una época, como puede verse en la serie
fotográfica de Margaret Bourke–White sobre las presas que
construyó la Administración de Obras Públicas durante la
Gran Depresión. Las presas no sólo transformaron el paisaje, sino
a la gente que las construyó.
La obra maestra de
Roebling
Nada
representa más el triunfo del hombre sobre la naturaleza, que sus
esfuerzos por construir puentes o “conexiones fijas” (entre ellas
túneles) que permitan la expansión de su actividad a zonas que
antes le eran inaccesibles.
Nueva
York es la gran ciudad de los puentes, pues, por necesidad, requiere conectar
sus tres islas principales. Cuando John A. Roebling encaró la tarea de
tender un paso sobre el río East, el desafío técnico era
permitir el libre tráfico de embarcaciones. Esto implicaba construir un
puente suspendido basado en el tendido de cables de acero desde dos torres
ancladas a cada lado del río, que tomaban la forma de una catenaria (lo
que Petroski llama “una comba bien proporcionada”).
Petroski
escribe: “En vez de diseñar una estructura sólo útil,
Roebling creó una obra maestra”; las torres de piedra arqueadas que
Petroski califica de “triunfales”. La plataforma del puente se
construyó, no sólo para los carruajes y los caballos, sino
también para la gente. El paso peatonal elevado pone a los
transeúntes por encima del tráfico. Petroski dice: “Un paseo
por el puente Brooklyn es una de las mejores experiencias peatonales del
mundo”.
Los
rascacielos de Manahattan “cortan el alambrado de acero como un gran
telón de fondo para el propio puente. Su ejecución es tan
grandiosa, que es fácil olvidarse de que el puente fue construido para la
ciudad, y no la ciudad para el puente”.
Extendiendo las
fronteras
Sea en la
arquitectura o la ingeniería, los puentes y otras obras maestras de la
infraestructura no siempre funcionan. Los Estados Unidos tienen más de
medio millón de puentes, informa Petroski, y pocos han
fallado.
“El
hecho mismo de diseñar un puente implica crear lo que no existe, al menos
en la forma exacta requerida en un nuevo lugar”, explica Petroski.
“El diseño de ingeniería es un proceso que es su propia
referencia, y no hay ecuación diferencial que resuma la cualidad de un
puente al cual uno sólo necesite fijarle las condiciones límite
adecuadas para hallar una solución matemática única, o con
gracia siquiera”.
“No
hay una ciencia de los puentes, ni puede haberla, si es que ciencia significa el
dominio de lo que ya existe”. Así es como los ingenieros seguido
“extienden las fronteras” diseñando artefactos
“cargados de objetivos en conflicto”, en condiciones nunca antes
enfrentadas.
Petroski
documenta cómo es que, en las últimas décadas, muchos de
los retos de ingeniería han estado, y están, en Asia. Entre estos
figuran el puente suspendido más largo del mundo en Japón; la
enorme presa de las Tres Gargantas en China; y los rascacielos más altos
del mundo, las torres Petronas, en Malasia.
En 1954
Willy Ley, un escritor científico de origen alemán que
emigró a los Estados Unidos en los 1930, escribió el libro Los
sueños de los ingenieros. Henry Petroski cuenta que en sus
cátedras seguido le preguntan por un libro de grandes proyectos de
ingeniería “publicado en los años 1950”. La gente
recuerda haber leído de un túnel bajo el canal de la Mancha, de
una presa en el estrecho de Gibraltar, etc.
Petroski
le dedica un capítulo de su libro a Willy Ley; a su imaginación, a
su estilo literario lúcido y emocionante, y a sus sueños de
cómo los ingenieros pueden cambiar el mundo. Ley y su libro
“merecen ser recordados”, escribe Petroski.
Ciertamente,
el libro de Petroski es una contribución valiosa al legado de los
sueños de los ingenieros.