Algunos
recordarán el cuento del tipo que quizo mostrar por medios
estadísticos que tirarse desde lo alto no es fatal. Nuestro amigo
subió a la azotea del Empire State en Nueva York, se tiró
de cabeza, y a medida que caía, decía: “Voy por el piso 100
y no ha pasado nada; todo va bien. Voy por el piso 80 y no ha pasado nada; todo
va bien”. Y así sucesivamente, acumulando cada vez más
pruebas de su tesis, y cuando estaba a escasos milímetros del suelo, con
un cúmulo de pruebas irrebatibles, ¡cataplán! Dio con la
cabeza en el piso, y se murió.
Así
funciona el sentido común. Todo el mundo sabe que es mejor comprar las
cosas baratas que caras, y como la globalización abarata las cosas,
entonces la globalización es buena, ¿verdad?
Bueno, la
verdad es que no, y si sigues pensando así, nos va a llevar el diablo.
Seamos francos, ni el FMI, ni nuestros gobiernos corruptos, ni ninguno de los
villanos de costumbre pudieron habernos llevado al mal trance en el que hemos
venido a dar en los últimos 35 años, si no hubieran contado con la
complicidad o, al menos, con la complacencia nuestra. La próxima vez que
estés tentado a decir, “esa gente (léase FMI, George Bush,
tus vecinos, etc.) tiene la culpa”, recuerda el dicho: “La gente
eres tú”.
En este
número publicamos un conjunto de artículos por Lyndon LaRouche,
Jonathan Tennembaum y Vladimir Vernadsky en Estudios estratégicos.
Éstos contienen conceptos esenciales para organizar una salida a la
crisis. Casi siempre publicamos material de esa clase, pero tú no los
lees; dices, “yo no necesito saber eso”. O si lo lees, te saltas la
parte “difícil”, lo científico. Esta vez no lo hagas,
híncale el diente, porque hemos llegado a la condición
límite, y salvar la situación requerirá que el
máximo de individuos entienda cómo dirigir el proceso
físico–económico, que tú entiendas cómo un
principio físico universal define un campo, el cual define el potencial
del marco en el cual ocurre la producción.
Si
entiendes eso, entenderás por qué la globalización no
sólo es mala o un equívoco; es perversa; es la destrucción
adrede de las economías, del Estado nacional, de la civilización
misma.
“Oye,
un momento”, dirás. “Si trasladamos la producción de
los EU a China o a México, ¿no estamos empleando a más gente?
¿No estamos llevando tecnología avanzada a un país menos
desarrollado?”
Como
LaRouche plantea en un ensayo. “La ciencia: El poder de prosperar”:
“La transferencia de la producción de una nación con una
infraestructura de desarrollo avanzado, a una nación de gente
relativamente pobre con un desarrollo pobre de su infraestructura en general,
tiende a producir un desplome de la economía física de todo el
planeta. Se le ha hecho caso omiso a la función del campo que representa
la infraestructura económica básica, lo que tiende en
última instancia a producir resultados fatales para todas las partes
involucradas”. Eso es lo que ha pasado en los últimos 35
años: la producción neta mundial se ha venido abajo.
Hay que
pensar en términos del desarrollo en dos generaciones: ésta se
sacrifica para lograr el desarrollo necesario de la infraestructura, y la
próxima aprovecha esa infraestructura para desarrollar la industria y la
agricultura. Pero lo contrario no funciona; la pobreza de China e India es tal,
que requieren un enorme desarrollo de su infraestructura, y para ello necesitan
el potencial de los Estados Unidos, Europa y Japón, quienes a su vez
necesitan esos mercados.
A medida
que la crisis empeora, más capaz es la gente de entender esos conceptos.
De allí el temor de la oligarquía financiera y de sus portavoces,
tales como el Frankfurter Allgemeine Zeitung, que en últimas
fechas se ha dado a la tarea de atacar por nombre a Lyndon LaRouche y a su
esposa Helga Zepp, por poner de nuevo sobre el tapete el plan de
recuperación de Franklin Roosevelt, plan que el diario tilda de
“fascista” en sus ediciones del 20 y el 22 de abril, y el cual se
basa en los mismos principios de lo que podríamos llamar el dominio
LaRouche–Vernadsky.
No
importa qué tan diestra sea tu fuerza laboral, no puedes desarrollarte
sin infraestructura, la que con la globalización ha cedido el paso a la
mano de obra barata. Ésa es la mentalidad que tenemos que cambiar, y
pensar de forma congruente con la idea de que el hombre está hecho a
imagen del Creador.