Reseña de Memoria e identidad
En defensa del cristianismo
El papa Juan Pablo II (1920–2005)
por Lyndon H. LaRouche
Memoria e identidad: Conversaciones al filo de dos
milenios
Editorial Rizzoli, 2005.
2 de abril de 2005.
Hace como una hora recibí un informe sucinto avisándome que
el papa Juan Pablo II había muerto. Hace unos días, luego de que
empecé a escribir una reseña de la versión en inglés
del libro Memoria e Identidad, la interrumpí acogido por un
repentino sentimiento de tristeza porque esos bien pudieran resultar ser los
últimos días de su vida mortal. Hice una pausa para darle a este
Papa la última palabra, en sentido figurado.
Sin embargo, no he cambiado nada de lo que empecé a escribir,
excepto para ubicarlo de forma apropiada como mi expresión personal de
respeto por el duelo que yo mismo y otros sentimos por nuestra pérdida
común. Aun entonces, como da fe de ello el título que ya le
había dado a esta reseña, cuando todavía tenía
esperanzas de que se recuperara un poco para continuar con su labor, mi
reseña pretendía ser un reflejo pertinente hoy de lo que el
ministerio de este Papa había significado para la continuidad del legado
apostólico de la Iglesia cristiana hasta su ministerio, y después
de su ahora conocido fallecimiento.
En este instante, como ya me lo temía al momento de empezar este
informe, es hora de que hable con franqueza, desde la perspectiva tanto de mi
conocimiento especial como de mi posición en los asuntos mundiales, de
ciertas cosas que conciernen a la función de la Iglesia, cosas que por
mucho tiempo han ocupado mis reflexiones más íntimas. Es un
aspecto de dichas cuestiones en las que la naturaleza y utilidad de mi
contribución cobra una forma tanto única como apropiada de mi
aporte personal particular, en tanto figura pública, a las reflexiones
que esta ocasión inmediata amerita.
En este momento, aún hay una crítica previa de ese libro que
tengo que hacer aquí, incluso en esta ocasión solemne. Lo hago
porque mi crítica tiene que ver con la continuidad especial del legado
especial de una sucesión de los tres papas pertinentes, Juan XXIII, Pablo
VI y Juan Pablo II, de los últimos cuatro, para la agitada era de las
armas nucleares bajo cuya amenaza seguimos viviendo. Mi opinión, como
alguien que está fuera del cuerpo formal de la Iglesia pero que tiene
lazos estrechos con ella, es una tesis ecuménica en cuanto al legado
viviente de la función especial continua que tiene ese Papado para toda
la humanidad en la actualidad. Centro mi atención aquí en ciertos
logros comunes de los ministerios de estos tres papas. Es en ese marco que
indico el rasgo problemático pertinente que tiene el libro que acabo de
leer para reseñarlo.
Para estar a tono con la solemnidad de esta ocasión, limito mi
informe aquí a un tema principal con un carácter especial, pero
pertinente, en el que mi calificación es única y de una
incumbencia especial para hablar del desafío que ese Papa y sus
predecesores inmediatos representan hoy.
Como verás a continuación, la crítica la hago a cierto
tema del libro que he tenido en mis manos, sobre el tema de lo que da en
llamarse “la Ilustración”; una perspectiva de ese
carácter y actuación de la Ilustración que sé es
prácticamente la de un Satanás de los tiempos modernos, y la de
mayor influencia de entre todas esas fuerzas importantes agrupadas contra la
intención que encarna el ministerio de Jesucristo y sus
apóstoles.
Para todos los cristianos, judíos y musulmanes, de forma más
notable, el rasgo axiomático del dogma de la Ilustración equivale
a una negación categórica de la existencia del hombre y la mujer
hechos, por igual, a imagen del Creador. La consecuencia de ese supuesto
axiomático fraudulento de la Ilustración, del modo que la crearon
seguidores del empirista Paolo Sarpi tales como Thomas Hobbes, René
Descartes, John Locke, los círculos de Voltaire y Kant, es la
negación de la existencia cognoscible de esas facultades creativas, a
imagen de las del Creador, que ubican a la personalidad humana aparte y por
encima de todas las bestias.
Esa cualidad distintiva del ser humano individual, es el fundamento del
concepto socrático y cristiano de la inmortalidad eficiente de la
personalidad cognoscitiva de la persona en lo que algunos teólogos llaman
una “simultaneidad de la eternidad”. Es ese cierto sentido de
inmortalidad asegurada, para bien o para mal, lo que escapa a tales desdichados
trágicos como el Hamlet y la legendaria Dinamarca del Hamlet de
Shakespeare. Es esta inmortalidad, que algunos llaman espiritualidad, lo que le
dio la fortaleza a los mártires cristianos desde los tiempos de
Nerón hasta los de Diocleciano, y lo que une a los individuos en el
cuerpo del cristianismo como una fuerza cuyo propósito rebasa las
fronteras de la mortalidad del cristiano individual. Es la cualidad que
distingue las fantasías “fundamentalistas”
“cristianas” estilo ópera bufa sobre la otra vida, de esa
alma inmortal que está en una misión de bien en el dominio de la
mera mortalidad.
Esto es lo que me ha dado la fortaleza que seguido he necesitado para hacer
lo que he hecho en aras de lo que es correcto, y para poderlo sacar adelante sin
que me amilanen el temor a la crítica, o la sensación de riesgo u
otro abuso de los que, por ello, he sido objeto a menudo como precio por tener
conciencia.
Sin embargo, el hecho infortunado es que sólo una diminuta
fracción aun entre los que se dicen cristianos, tiene esa clase de
fortaleza espiritual interna. A consecuencia de esta falta de progreso de
nuestro prójimo, a ese respecto, el bienestar de la humanidad, la
esperanza de un mejor desenlace de la historia presente de las naciones y de la
humanidad es, en general, una tarea de aquellos pastores que representan un
verdadero liderato, tal como ese héroe estadounidense, el finado
reverendo Martin Luther King. El deber de personas tales consiste en brindar el
conocimiento que sólo semejante sentido verdadero de inmortalidad puede
dar, en forma de coraje, para hacer lo que necesita hacerse por el futuro de la
humanidad.
Esto es tan pertinente para los asuntos internos de la Iglesia cristiana,
como para todos los demás de la vida mortal.
A la mayoría de la gente la define su propia perspectiva y
práctica mental como “gente pequeña”. Está
aferrada con temor a su sentido de mortalidad, a su sentido de placer y de dolor
dentro de los confines de lo que para ella es una existencia mortal
efímera. Así, han huido del mundo real de la simultaneidad de la
eternidad, al mundo de sombras contra cuyos engaños seductores nos
advirtió el apóstol Pablo en su Corintios I:13. De
modo que, para dicha gente pequeña, el reino espiritual que es, de hecho,
la fuente real de poder en y sobre el universo, sólo es un “otro
mundo” inefable, un mundo de fantasía al que se imaginan
serán transportados al morir. Para estos pobres sujetos, es un mundo de
fantasía donde criaturas despreciables como ellos imaginan que
“Dios proveerá los servicios de salud y pagará la renta de
su casa”. Es un mundo imaginario de pobres necios, un mundo inexistente
urdido por su torturada y vana imaginación, un mundo en el que esa
pequeñez patética de su fantasía entrampa sus
pasiones.
Aunque quizá podamos anhelar tiempos mejores, en los que la
mayoría de nuestros congéneres no sean semejantes necios tan
patéticos como los de hoy, en el mundo real que está más
allá de la mera percepción sensorial, el bienestar de la humanidad
tiene que dirigirse a un futuro en el que dicha pequeñez de alma
lamentable como la suya ya no sea la realidad imperante. En cuanto a dicha
debilidad moral de la mayoría de la humanidad, requerimos de cierta
calidad de liderato en la sociedad organizada. Así, al igual que el
Estado nacional moderno republicano, el cristianismo también necesita
cobrar la forma de un cuerpo colectivo en el que haya un liderato que tenga un
sentido eficiente de inmortalidad, un sentido que baste para sacar a la
humanidad de la forma más segura posible de una generación de
locura a la siguiente, en la esperanza de llevarnos a todos a un lugar en el
plan maestro en el que todos y cada uno de los hombres y mujeres tengan un
sentido eficiente de su inmortalidad individual.
En su propio tiempo y manera, tres papas cuyo impacto yo he admirado —de los cuales Juan Pablo II es el más reciente— le hicieron
frente a las terribles implicaciones de la era del armamentismo termonuclear, y
lo hicieron de modos necesarios y suficientes para continuar el ministerio que
les encomendaron hasta ahora. Para mí, en las últimas
décadas en las que me he encontrado en el papel de estadista, éste
es un hecho con el que en lo personal he topado a menudo sin mucho aviso. Me he
dado cuenta que estos papas no han controlado al mundo, ni debieran hacerlo;
pero sin lo que han hecho, sería más que sólo una
posibilidad que la civilización no hubiera sobrevivido hasta ahora. A esa
luz, la emoción que debe inundarnos al pensar en la inminente
sucesión papal que tiene que continuar esa misión, es
pasmosa.
El mayor peligro que encaramos ahora es la posibilidad trágica, en
un sentido clásico, de que la humanidad no pudiera escoger esas
alternativas de un cambio generalizado en la orientación actual, de los
que depende la existencia continua de una forma civilizada de existencia humana,
una condición terrible que ha de continuar por un período de
tiempo aún indeterminado.
Aunque el resurgimiento del fascismo que emprendieron círculos
financieros poderosos es una amenaza importante en este planeta, de nuevo la
mayor fuente de amenaza contra la humanidad moderna nunca fue el fascismo como
tal, ni el comunismo. Fue, y sigue siéndolo hoy, lo que con frecuencia se
exalta como la influencia penetrante de esa práctica morbosa de la
sofistería maligna comúnmente llamada “la
Ilustración”, que es típica de la negación de gente
como los seguidores del Paolo Sarpi de Venecia, de la existencia de lo que la
ciencia de los pitagóricos, Platón, el Renacimiento del siglo 15,
Johannes Kepler y Godofredo Leibniz conocían como lo que esos antiguos y
otros reconocían como la forma específica de poder que implica la
capacidad del hombre de descubrir, obedecer y desplegar principios universales
eficientes del universo de un Creador vivo. Esta negación o
evasión gnóstica del objeto del alma, del modo que lo expresa de
manera axiomática lo que llaman “la Ilustración”, de
hecho es la mayor fuente de maldad activa entre los poderes políticos y
relacionados de este mundo en la actualidad.
La perversidad que representa la perspectiva de la Ilustración, a
menudo cobra la forma de un seudocristianismo que, negando la creatividad del
hombre, ubica el culto que rinde el hombre fuera del universo donde reina Dios,
en un universo gnóstico, tal como el del Bernard Mandeville de la
Sociedad Mont Pelerin y su seguidor Adam Smith, donde el vicio rige la conducta
del ser humano individual.
No obstante, aunque la Iglesia católica en repetidas ocasiones ha
advertido de forma correcta en contra de la Ilustración, ahora hay
aquellos en los organismos religiosos y círculos relacionados cuyo temor
al poder que representan las fuerzas pro imperialistas de la “guerra
nuclear preventiva”, que los grupos controlados por la oligarquía
financiera aliados al presidente George W. Bush y al imperialista primer
ministro liberal Tony Blair expresan, es mayor que su conciencia. Las personas
temerosas de estos tiempos, con su pavor a la pobreza, con su pavor a la
persecución, harían que las iglesias capitularan a la autoridad en
extremo temida de la maldad corruptora de una “iniciativa basada en la
fe”, o a ese dogma liberal que hoy representa el espíritu pro
satánico de la Ilustración. Esta doctrina de capitulación,
a veces descrita —desde 1989–1992— como un “fin de la
historia” utópico, ha hecho unos cobardes de los Hamlet actuales en
el gobierno y en las iglesias, y en otras partes, en gran parte del mundo
hoy.
La maldad no va a asegurarse una victoria de su gusto con una
corrupción cobarde como esa. Tengo la pericia probada para mostrar que el
actual sistema mundial, de cuyo cimiento en lo principal depende el poder de la
actual maldad metalizada, está ahora condenado a una extinción
más bien inmediata, de uno u otro modo. Hemos entrado a un periodo en el
que dichas formas de maldad también se destruirían a sí mismas, a lo menos.
Por tanto, el problema que encaramos es: ¿cuál es la
alternativa a someterse a tales temores? Los remedios prácticos existen,
aun ahora cuando ya nos embiste una crisis de desintegración general de
todo el sistema monetario–financiero mundial actual. Hay soluciones
prácticas, de las que tengo un conocimiento excelente; pero, la
cuestión es si hay la voluntad de adoptar esas alternativas.
Gran parte de los 1980 gocé de una colaboración estrecha con
muchos círculos alrededor del mundo, incluso con muchos cardenales
connotados y otros funcionarios de la Iglesia católica. Entonces
compartíamos la esperanza de que el Gobierno soviético pudiera
elegir la vía más inteligente, para evitar lo que de otro modo era
ya una autodestrucción económica inminente. Esta perspectiva
aquí evocada, alentada por la presentación pública del
presidente Ronald Reagan de una Iniciativa de Defensa Estratégica el 23
de marzo de 1983 al Gobierno soviético, fomentó el optimismo en
muchos grupos destacados de la Iglesia y otros, de que habría una
transformación pacífica, en especial en el intervalo de 1982 a
1985, aunque también después. Luego, los esfuerzos de Juan Pablo
II a favor de una paz entre los credos tuvo un atractivo relativo menor, pero,
no obstante, crucial.
Por todas estas experiencias de mi vida y otras similares, y por lecciones
comparables de la historia previa, sé que no es el miedo al mal lo que
salva a la humanidad de caer en una nueva gran insensatez, sino más bien
una perspectiva clara y optimista de la alternativa esperanzadora y real
pertinente. El deber de los verdaderos líderes es presentar esa
solución. A este respecto, los tres últimos papas a los que me
referí fueron decisivos en su momento. Entonces, ¿qué debemos
hacer ahora que nos los han arrebatado, uno tras otro?
Éstos, como alguna vez dijo un gran estadounidense, son tiempos que
ponen a prueba el alma de los hombres. Mi sugerencia es que el primer paso sea
saber que uno tiene alma. En cuanto a esto, hay un conflicto estratégico
decisivo entre aquellos a los que sólo les han enseñado a desear
creer que pudieran tener alma, y los que tienen un conocimiento de primera mano
sobre su propia alma. Entre estos últimos encontramos a nuestros
líderes capaces para tiempos de grave crisis; por desgracia, son muy
pocos, e incluso de entre ellos, a pocos de los calificados se les permite
llegar a puestos desde dónde ejercer su liderato necesario. Ese temido
problema lo plantearon de nuevo las tristes noticias que salieron del Vaticano
hoy.
Existe un poder en el universo que las facultades creativas de la mente
humana individual pueden conocer. He dedicado la mayor parte de mi vida a
descubrir dichas facultades, y eso al menos con el éxito suficiente para
probarlo. Es así como aquellos que tienen el coraje de reconocer ese
poder y emplear su conocimiento, expresan la continuidad de las instituciones
valiosas en las que moran los hombres y mujeres mortales. El convertirse en
semejante persona en la sociedad, es la naturaleza de lo que Leibniz
identificó como la “búsqueda de la felicidad”, el
principio sobre el cual se fundó la república estadounidense.
Cuando mueren los hombres y mujeres dedicados a la obra de dicho liderato, los
que les sobreviven los lloran. Ese duelo por tales hombres y mujeres grandes de
las instituciones puede ser, en sí mismo, un acto creativo de aquellos
que quedan para llorarlos; que así sea ahora.
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